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Knicks, knickerbockers y otras patrañas bien vendidas: el origen más fabuloso del baloncesto neoyorquino

Nueva York, esa ciudad que huele a perrito caliente, humo de taxi y sueños con alquileres imposibles, no solo es la cuna de los rascacielos y las comedias románticas que jamás suceden en la vida real. También es hogar de un equipo de baloncesto cuyo nombre parece sacado de un catálogo de moda decimonónica: los New York Knickerbockers, o, para los que no tienen tiempo para tantas sílabas, los Knicks.

El aficionado medio, ese que cree que Phil Jackson inventó el yoga o que Charles Oakley aún juega por las noches en el Madison, seguramente nunca se ha preguntado qué demonios significa Knickerbocker. El término suena a galleta nórdica o a insulto de época victoriana, pero lo cierto es que es uno de los apelativos más neoyorquinos que existen. Eso sí, su origen es tan real como un billete de tres dólares.

De pantalones bombachos a identidades colectivas: el mundo según los Knickerbockers

Corría el siglo XVII, y la isla de Manhattan no era aún un enjambre de oficinas y cafeterías con nombres en francés, sino un paraíso salvaje recién saqueado por los neerlandeses. Sí, neerlandeses, esos europeos que en lugar de colonizar con mosquetes lo hacían con quesos, tulipanes y pantalones estrambóticos. De hecho, estos últimos —los pantalones, no los neerlandeses— son los protagonistas de nuestra historia.

Los colonos de los Países Bajos que fundaron Nueva Ámsterdam allá por 1625 —cuando todavía se consideraba aceptable no ducharse a diario— solían vestir unos bombachos que se recogían justo por debajo de la rodilla. Esta prenda, cuyo aire ridículo era directamente proporcional al estatus del portador, se conocía como knickerbockers. ¿Por qué? Pues porque sí, como todo en aquella época. La moda no necesitaba justificación, solo hombreras.

Cuando en 1664 los británicos, siempre tan amantes de lo ajeno, le arrebataron la ciudad a los neerlandeses y la rebautizaron como New York, el término knickerbocker no desapareció, sino que fue evolucionando, adaptándose como una especie de meme etimológico del siglo XVIII.

Washington Irving: o cómo inventarse un historiador para vender libros

Avancemos ahora hasta los albores del siglo XIX, cuando un joven y algo excéntrico abogado llamado Washington Irving, que aún no había puesto sus románticos pies en Granada ni se había enamorado de la Alhambra, decidió escribir un libro de historia. Pero no una historia seria, no. Una sátira. Una broma colosal envuelta en prosa decimonónica. ¿Su título? Algo tan sutil como A History of New York from the Beginning of the World to the End of the Dutch Dynasty.

Claro, uno no lanza semejante disparate sin tener una estrategia. Y aquí es donde empieza la maravilla: en lugar de firmarlo con su nombre, Irving se inventó un personaje: Diedrich Knickerbocker, supuesto historiador excéntrico, holandés de pura cepa, aficionado al brandy y a escribir relatos ininteligibles. Para dar más bombo a su farsa, el escritor lanzó una campaña de marketing que haría palidecer a cualquier influencer actual.

Desapariciones ficticias y periodismo del XIX: un cóctel delicioso

Irving colocó anuncios en los periódicos locales alertando de la misteriosa desaparición de Knickerbocker. “¡Se busca viejo cascarrabias con mallas bombachas y mirada perdida en el pasado!”. Incluso llegó a fingir que el personaje se había alojado en una pensión de Nueva York, dejando tras de sí un manuscrito como garantía de pago. Manuscrito que, “por respeto a su memoria y por la necesidad de saldar la cuenta del hostal”, sería publicado si el buen Diedrich no regresaba.

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El plan funcionó tan bien que los lectores se lo tragaron con patatas. Las redacciones se llenaron de cartas de lectores preocupados, las tías abuelas rezaban rosarios por el alma del pobre Knickerbocker y los libreros, esos visionarios del negocio, se pelearon por los derechos de publicación.

El 19 de diciembre de 1809, el libro vio la luz, y Nueva York rió, debatió y masculló entre dientes. Era un éxito de ventas y de crítica. Irving no solo se convirtió en el primer troll literario de la historia estadounidense, sino que consolidó el nombre Knickerbocker como un sinónimo elegante, nostálgico y algo burlón de los neoyorquinos “de toda la vida”. Vamos, el equivalente yanqui de “castizo”, pero con más almidón.

Del folletín a la cancha: el nombre que encestó en la cultura popular

Pasaron los años, llegaron las guerras, los tranvías eléctricos y las corbatas de clip. La ciudad de Nueva York se transformó en el epicentro de lo moderno, lo brillante y lo ligeramente insoportable. Y con el siglo XX llegaron también los deportes organizados, esa forma civilizada de resolver conflictos sin recurrir a los duelos al amanecer.

En 1946, cuando la cerveza costaba 10 centavos y el baloncesto era aún un deporte practicado por señores con calcetines hasta la espinilla, se fundó la Basketball Association of America (BAA), embrión de lo que más tarde sería la NBA. Entre los equipos fundadores estaba uno de Nueva York que necesitaba un nombre. ¿Y qué mejor manera de rendir homenaje a la ciudad que rescatando su término más deliciosamente absurdo?

Y así fue como nacieron los New York Knickerbockers, un nombre largo, pomposo y totalmente impronunciable cuando se lleva prisa. El apodo se acortó pronto a Knicks, que además de ser más cómodo para los locutores deportivos, evitaba que los jugadores tuvieran que explicar en cada entrevista el origen textil de su franquicia.

El Madison Square Garden, ese templo de los mitos y las derrotas elegantes

Desde entonces, los Knicks han sido algo así como la aristocracia trágica del baloncesto: dinero, fama, localización privilegiada… pero con una alarmante alergia a los anillos de campeonato. Han ganado la NBA exactamente dos veces: en 1970 y en 1973, cuando las patillas y el funk estaban de moda. Desde entonces, han vivido más de su nombre que de su juego, como esos bares centenarios que sobreviven por las fotos en blanco y negro de los abuelos fumando puros.

A pesar de todo, el Madison Square Garden sigue siendo una parada obligatoria para turistas, leyendas y aspirantes a ídolo que buscan redención o contrato publicitario. Y en el centro de ese escenario, con su herencia de pantalón bombacho y su identidad de broma literaria convertida en símbolo, los Knicks siguen jugando, perdiendo y vendiendo camisetas como si nada.

El legado más estiloso del baloncesto

Quizás lo más fascinante de esta historia sea comprobar cómo un seudónimo inventado para reírse de la historia oficial ha terminado estampado en millones de gorras y camisetas. Washington Irving, probablemente desde algún rincón del más allá, se parte de risa viendo cómo su Knickerbocker ficticio se ha convertido en una marca registrada y una identidad cultural.

Porque si algo define a Nueva York es eso: la capacidad de convertir cualquier cosa —un pantalón ridículo, un personaje inexistente, un equipo que no gana— en un icono global. Y eso, en el fondo, tiene bastante más mérito que meter una canasta.


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