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Operación Mincemeat: el cadáver que engañó a Hitler

El día que un cadáver apareció flotando cerca de la costa de Huelva, los bañistas no podían ni intuir que estaban presenciando el arranque de una de las maniobras de engaño más sorprendentes y eficaces de toda la Segunda Guerra Mundial. Aquel hombre, que en realidad no era nadie, iba a conseguir que Hitler se “atragantara” con una generosa porción de carne picada… aunque sólo en el plano simbólico.

La operación recibiría el nombre de “Carne Picada”, y más que una estratagema militar parecía una obra de teatro macabra con reparto variado: burócratas meticulosos, patólogos con vocación improvisada de dramaturgos, curas que no hacían preguntas, submarinos discretos y un cadáver transformado en espía por obra y gracia de una imaginación fértil y un humor negro muy británico.

La vez que Hitler se indigestó con la “carne picada”

El plan británico, concebido en 1943, buscaba convencer a los alemanes de que la próxima invasión aliada no apuntaba hacia Sicilia, sino hacia Grecia y Cerdeña. Si la mentira funcionaba, el enemigo desplegaría fuerzas donde no debía y dejaría más desguarnecido el verdadero objetivo: Sicilia. Era un engaño en toda regla que debía allanar el camino del futuro desembarco aliado.

En vez de recurrir a mensajes codificados o emisiones de radio falsas, se optó por algo más teatral: un cadáver disfrazado de oficial de los Marines Reales, con un maletín esposado a la muñeca y papeles “confidenciales” que pretendían ser auténticos. Tras ese atrezo tan cuidadoso no había un héroe caído, sino un plan calculado al milímetro.

El escenario escogido tampoco fue casual. España mantenía una neutralidad oficial, pero en ciudades como Huelva la actividad de la inteligencia alemana era intensa. Allí operaban agentes del Eje con bastante soltura, lo que convertía esas aguas en un punto idóneo para que ciertos documentos “extraviados” despertaran un interés desmedido.

Los altos mandos alemanes, con Hitler a la cabeza, vivían obsesionados con anticipar dónde caerían los aliados. Lo que ignoraban por completo era que parte de sus conclusiones se apoyarían en el equipaje de un hombre que jamás había sido militar, ni mayor, ni por supuesto aquel ficticio “William Martin”.

De un memorando sobre pesca a un plan siniestro

La idea no nació de un arrebato repentino. En 1939, un documento interno del Almirantazgo británico, conocido como “Memorando Trucha”, comparaba el engaño militar con la pesca con mosca: había que lanzar señuelos hasta que alguno picara. Y entre las propuestas figuraba ya la de emplear un cadáver con documentación falsa para despistar al enemigo.

Años más tarde, tras la victoria aliada en el norte de África, surgió la ocasión ideal para poner en práctica aquella sugerencia tan macabra. En la conferencia de Casablanca se decidió que Sicilia sería la puerta de entrada a Europa, pero mantener el secreto era vital. Y como los alemanes intuían que Sicilia era una candidata evidente, la única manera de despistarlos era hacerles pensar justo lo contrario.

Estas labores recaían en el llamado “Comité de los Veinte”, un grupo de inteligencia especializado en maniobras de engaño. Entre sus figuras más destacadas estaban Ewen Montagu y Charles Cholmondeley, dos personajes con un sentido del humor tan oscuro como eficaz. Ellos impulsaron la idea más improbable de todas: convertir a un muerto anónimo en portador de información falsa y dejarlo “aparecer” donde los alemanes podían encontrarlo sin esfuerzo.

La búsqueda del muerto adecuado

El primer paso consistía en conseguir un cadáver que pudiera pasar por un oficial fallecido en un accidente marítimo o aéreo. Montagu defendió durante años la versión de que el cuerpo en cuestión pertenecía a un vagabundo fallecido por neumonía, lo que habría facilitado simular la muerte por inmersión.

Operación Mincemeat

Las investigaciones posteriores revelaron que se trataba de Glyndwr Michael, un galés sin hogar que murió en Londres tras ingerir veneno para ratas, quizá de forma accidental. El forense Bentley Purchase, encargado de la morgue londinense, advirtió de los dilemas éticos y legales, pero así y todo localizó un cuerpo que podía servir y del que nadie reclamaría la identidad.

El veneno ingerido no dejaría rastro tras unos días en el agua, y el cadáver podía conservarse en frío mientras se preparaba la operación. La transacción era brutal en su lógica interna: un hombre olvidado por la sociedad desempeñaría un papel crucial en una operación destinada a salvar miles de vidas. A cambio, su nombre real quedaría enterrado bajo una identidad inventada y una lápida que no le pertenecía.

Fabricar a un oficial inexistente

Una vez disponible el cadáver, tocaba construir al personaje. El objetivo era que aquel “mayor William Martin” pareciera alguien auténtico, con una vida creíble, llena de pequeños detalles que sostuvieran la ficción.

Operación Mincemeat

Se eligió para él un rango y un destino habituales, lo que evitaba levantar sospechas. Pero lo más importante era dotarlo de esos objetos cotidianos que hacen a una persona reconocible: una fotografía de su supuesta novia, cartas de amor dobladas como si las hubiese releído mil veces, un recibo de un anillo de compromiso, entradas de teatro, un aviso del banco por un descubierto, billetes de autobús y un sinfín de enseres mundanos.

También se cuidó su carácter religioso. Se le colocó una cadena con cruz y placas de identificación que certificaban que era católico. Con ello se garantizaba que, llegado el momento, sería enterrado en el cementerio católico de Huelva sin que nadie hiciera preguntas incómodas.

El rostro fue el detalle que más quebraderos de cabeza dio. El cadáver no resultaba fotogénico, por lo que se recurrió a fotografiar a un oficial vivo con cierto parecido. Esa cara, combinada con el cuerpo de Michael y la identidad creada por los servicios de inteligencia, dio lugar a un oficial que sólo existía en papeles y fotografías cuidadosamente tramadas.

El maletín, la costa de Huelva y una autopsia reveladora

Con la identidad perfectamente hilada, faltaba el elemento central: el maletín esposado a la muñeca. En su interior viajarían dos cartas redactadas como correspondencia privada entre altos mandos británicos. Ambas insinuaban que el verdadero interés aliado estaba en Grecia y Cerdeña, mientras que Sicilia quedaba relegada a papel secundario. Una mentira, sí, pero envuelta en un tono íntimo y aparentemente casual que la convertía en oro puro para cualquier agente enemigo.

El maletín estaba diseñado para resistir el agua. Todo se aseguró meticulosamente antes de embarcar el cuerpo en un submarino que zarpó de Escocia el 19 de abril de 1943. A la tripulación se le dio una excusa técnica, lo que siempre ayuda a mantener la calma cuando uno viaja con un muerto a bordo.

Tras varios percances menores, el submarino emergió ante la costa de Huelva antes del amanecer del 30 de abril. Los oficiales del buque realizaron una breve oración, ajustaron el chaleco salvavidas del cadáver y lo dejaron caer suavemente al mar, acompañado por restos falsos que insinuaban un accidente aéreo. El mensaje enviado a Londres para confirmar la maniobra fue tan conciso como inquietante: “Carne Picada completada”.

Un pescador encontró el cuerpo poco después y dio aviso. Las autoridades españolas actuaron con rapidez, y en paralelo, sin llamar la atención, la red de espionaje alemán comenzó a moverse. La autopsia mostró signos que podían generar dudas, como un uniforme demasiado intacto, pero el descubrimiento del maletín eclipsó cualquier sospecha.

Los alemanes consiguieron copiar los documentos y enviarlos a Berlín. De vuelta al consulado británico, las cartas mostraban señales claras de haber sido abiertas. Londres comprendió que el cebo había sido mordido con entusiasmo.

Lo que encontró Hitler al hurgar en el maletín

Las cartas filtradas reforzaban lo que Hitler ya sospechaba: que el Mediterráneo oriental era el verdadero foco de interés aliado. Lo que leyó confirmaba su obsesión y, según se sabe por documentos posteriores, aceptó sin reservas la autenticidad del hallazgo.

Las consecuencias fueron inmediatas. Se enviaron refuerzos a Grecia, Cerdeña y Córcega. Parte de los recursos navales que debían proteger Sicilia se desviaron. Incluso se retiraron divisiones acorazadas del frente ruso para enviarlas al Mediterráneo oriental, en pleno preludio de la decisiva batalla de Kursk.

Todo ello porque un hombre que no existía llevaba un maletín lleno de mentiras bien redactadas.

Sicilia, la Operación de desembarco y los refuerzos que nunca llegaron

Cuando comenzó el desembarco aliado en Sicilia, el 9 de julio de 1943, el engaño ya había surtido efecto. Las defensas alemanas no estaban donde debían y la resistencia, aunque real, fue menos intensa de lo previsto.

La campaña avanzó con rapidez. Palermo cayó a mediados de mes y a finales de agosto la isla quedó bajo control aliado. El golpe político fue inmediato: la caída de Sicilia precipitó el derrumbe del régimen de Mussolini. La “carne picada” no sólo había movido tropas, también había tambaleado gobiernos enteros.

Es imposible calcular cuántas vidas salvó aquel engaño, pero todo apunta a que la operación redujo de manera significativa la capacidad defensiva alemana en la isla. Que el destino de una campaña dependiera de un cadáver disfrazado demuestra lo mucho que a veces la Historia se comporta como una novela con toques de humor negro.

Del secreto al mito

Todo esto permaneció oculto durante años. No fue hasta la posguerra cuando empezaron a conocerse los detalles, especialmente tras la publicación del libro “El hombre que nunca existió”, escrito por el propio Montagu. Aquel relato se llevó al cine en los años cincuenta, consagrando la figura del ficticio mayor Martin como un héroe involuntario.

Décadas después se revelaría la identidad real del cadáver: Glyndwr Michael, el galés sin hogar cuya historia personal se transformó en pieza clave de un engaño militar. La operación ha inspirado investigaciones, documentales y montajes teatrales que juegan con la mezcla de tragedia y absurdo que caracteriza este episodio.

La tumba de Huelva y la identidad recuperada

A “William Martin” se le enterró con honores militares en el cementerio católico de Huelva el 2 de mayo de 1943. La lápida lo presentaba como un oficial galés, con padres ficticios y una biografía inventada de arriba abajo. Con el tiempo, su tumba recibió flores de habitantes de la ciudad y de británicos anónimos que mantenían viva la memoria del supuesto héroe.

En 1998, cuando se reconoció oficialmente que el cuerpo correspondía a Glyndwr Michael, se añadió una segunda inscripción mencionando su verdadero nombre y señalando que había servido bajo la identidad de William Martin.

En su localidad natal, Aberbargoed, también se erigió un pequeño monumento en su honor, recordándolo como “el hombre que nunca fue”. Una frase sencilla que resume la extraña paradoja de un individuo a quien la vida trató con desgana y que terminó, sin saberlo, protagonizando una de las maniobras más ingeniosas del siglo XX.

En ocasiones, la Historia decide poner su foco sobre personas anónimas que jamás imaginarían convertirse en figuras cruciales. En este caso, un cadáver sin nombre logró inclinar la balanza de una invasión y modificar el pulso de una guerra. Una ironía tan brutal como inolvidable.

Vídeo: “Operation Mincemeat: The secret operation that deceived Hitler”

Fuentes consultadas

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