Bangkok, Malasia, Birmania y… el olvido.
Podría ser perfectamente el título de una novela de realismo mágico oriental o la última canción de Manu Chao. Pero no. Es la crónica de uno de los viajes más absurdamente tristes, insólitamente burocráticos y humanamente desconcertantes que haya registrado la historia reciente del sudeste asiático. Una historia que, calificarla de surrealista, se nos antoja suave.
Esta es la odisea de Jaeyana Beuraheng, una mujer musulmana tailandesa que salió de casa con el noble propósito de hacer unas compras. Algo tan banal como ir de tiendas acabó convirtiéndose en una cadena de errores lingüísticos, indiferencias estatales y equívocos que la retuvieron durante 30 años lejos de su hogar y de su familia.
El viaje a ninguna parte
Era el año 1982 cuando Jaeyana, residente en la provincia de Narathiwat, en el extremo sur de Tailandia, decidió cruzar la cercana frontera para ir a Malasia. Un plan aparentemente inocente. Un poco de comercio transfronterizo, tal vez unas telas, un par de especias, algún regalo para los ocho churumbeles que le esperaban en casa. Porque, esta mujer, además de viajera involuntaria, era madre de ocho criaturas. Y en su vida todo marchaba relativamente bien… hasta que se subió al autobús equivocado.
Y aquí empieza su particular odisea: en vez de cruzar hacia Malasia, Jaeyana acabó en Bangkok, a más de mil kilómetros al norte de su punto de partida. Y eso no es lo peor. Lo peor es que no hablaba tailandés ni inglés, sino yawi, un dialecto malayo hablado en el sur del país. El problema es que ese dialecto no lo hablaba absolutamente nadie en Bangkok, ni en los mostradores de información, ni en las comisarías, ni, por supuesto, en los controles de inmigración.
Perdida en la Torre de Babel
Jaeyana era como una paisana de aldea gallega en pleno Shanghái sin Google Translate, sin mapas, sin tarjetas de crédito y con la única guía de su instinto. Ese mismo instinto, por cierto, la llevó a cometer un segundo error de proporciones casi mitológicas: subirse a otro autobús. Uno que, en lugar de devolverla a su provincia, la llevó aún más lejos, hasta la frontera con Birmania.
Allí, y sin papeles ni un céntimo en el bolsillo, tuvo que recurrir al viejo arte del mendigar para sobrevivir. No fue durante un par de días ni unas semanas de penuria romántica. Nada menos que cinco años tardó en reunir el dinero suficiente para intentar regresar a su tierra.
Cinco años mendigando en tierra extraña. Ni una ONG, ni un alma caritativa que hablara yawi. Nada. Ni tan siquiera un funcionario curioso y con algo de humanidad con ganas de resolver el misterio de la señora errante.
El sinsentido administrativo alcanza su clímax
En 1987, cuando finalmente pudo regresar a Tailandia —aunque no a su hogar, sino a un punto indeterminado del mapa— las autoridades, al no entenderla nadie, la identificaron como inmigrante ilegal.
Así, Jaeyana fue enviada a un albergue para inmigrantes ilegales en el norte del país. Lo que debería haber sido un trámite de un par de días o, como mucho, semanas, se convirtió en una nueva prisión blanda, esta vez de 25 años.
Sí, veinticinco añazos. Un cuarto de siglo. En un centro donde nadie hablaba su lengua, donde nadie entendía su historia y donde, aparentemente, nadie tenía especial interés en comprobar su identidad real. Si alguien alguna vez se preguntó de dónde venía, quién era o por qué estaba allí, nunca quedó registrado.
El milagro de los becarios
Todo cambió en 2012. Años después de que sus hijos hubieran crecido sin madre, algunos creyendo que había muerto o que los había abandonado por vaya usted a saber porqué, un grupo de estudiantes de su ciudad natal llegaron al albergue para hacer prácticas universitarias.
Por esos caprichos del destino con aroma a serie turca de sobremesa, aquellos estudiantes hablaban yawi. Y en cuanto Jaeyana los escuchó, se desató en su cabeza una tormenta emocional: por fin alguien podía entenderla. Tras treinta años sin hablar con nadie en su lengua, pudo contar su historia.
Una historia que heló la sangre a más de uno, arrancó lágrimas a la mayoría y provocó más de un dolor de cabeza entre los responsables administrativos, que tuvieron que improvisar explicaciones balbuceantes a todo este despropósito.
Reencuentro y estupefacción
Jaeyana pudo volver a casa. Su historia fue cubierta con ese tono sensacionalista que tanto gusta a los tabloides, y sus hijos —ya adultos, padres ellos mismos— la recibieron con mezcla de alegría, estupor y una lógica incredulidad.
¿Cómo es posible que un Estado entero no fuera capaz de identificar a una ciudadana durante tres décadas? ¿Cómo puede alguien quedar atrapado en su propio país, en la era del papel y del sellito, de los formularios timbrados y las bases de datos en modernos ordenadores, por culpa de una simple barrera lingüística?
Las respuestas, si es que las hay, no son reconfortantes. Más bien confirman que la deshumanización de los sistemas administrativos no es una exclusiva occidental. Y que la ignorancia lingüística, lejos de ser anecdótica, puede resultar letal cuando se combina con burocracia, desinterés, funcionarios desmotivados y una pizca de mala suerte.
Un símbolo involuntario
Jaeyana Beuraheng no buscó convertirse en símbolo de nada. Ni de los olvidados, ni de las minorías lingüísticas, ni de los errores kafkianos del sistema. Ella solo quería hacer unas compras. Tal vez arroz, tal vez un vestido para la boda de una hija, tal vez una simple escapada de ama de casa. Y acabó siendo un ejemplo insólito de cómo la incomunicación puede atrapar a una persona durante media vida.
Su historia es a la vez tragicómica y desesperante. Una mezcla de realismo mágico chungo y trámite mal sellado.
Y es que, al fin y al cabo, la historia de la odisea de la señora Jaeyana nos recuerda que la mayor frontera no siempre es geográfica, ni política, ni siquiera burocrática: es el silencio. Ese silencio desesperante que se abre cuando nadie entiende lo que dices y, peor aún, cuando a nadie le importa entenderlo.
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Fuentes: Irish Independent – El último que cierre la puerta – Lingualeo
Escritor, profesor, traductor, divulgador, conferenciante, corrector, periodista, editor.
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