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La Isla de Palmerston: el feudo británico perdido en medio del Pacífico

Hay lugares en el mundo que parecen existir solo para recordarnos que la realidad siempre supera a la ficción. Uno de ellos es la Isla de Palmerston, un atolón remoto en las Islas Cook, al que se llega tras días de navegación y cuya historia es digna de ser contada. Allí, entre cocoteros, arrecifes y la inevitable humedad tropical, sobrevive un pedazo de Inglaterra congelado en el tiempo, fundado por un marino británico con ambiciones de patriarca bíblico.

El capitán que quiso ser rey

En 1863, William Marsters, un marino británico sin fortuna pero con una asombrosa capacidad para reinventarse, recaló en Palmerston. El hombre, que no debía de ser muy amigo de las multitudes, decidió que aquel atolón desierto era el lugar perfecto para levantar un microcosmos personal. Y lo hizo con un método sencillo, práctico y, a ojos modernos, polémico: se instaló con tres mujeres polinesias, con quienes tuvo una descendencia tan numerosa como un censo municipal.

A falta de urbanistas, abogados o notarios, Marsters aplicó el pragmatismo del capitán que distribuye la carga de un barco: parceló la isla entre sus esposas y, por extensión, entre sus futuros hijos. Cada línea de tierra, cada palmera y cada playa quedaron asignadas con reglas de herencia claras, sin necesidad de escrituras ni registro de la propiedad. En tiempos en que medio mundo se mataba por fronteras, aquel rincón perdido ya tenía una organización que rozaba la eficiencia victoriana.

La burocracia al estilo cocotero

Cuando en 1891 Palmerston pasó a ser oficialmente parte del protectorado británico, lo hizo ya con un sistema social sólido y sorprendentemente funcional. Los descendientes de Marsters vivían de la pesca, de la copra -pulpa de coco seca- y de un sistema de trueque tan práctico como funcional. No había bancos, ni oficinas de correos, ni el más mínimo rastro de burocracia imperial. Todo se decidía en asamblea, con la autoridad del patriarca flotando sobre el atolón como una nube que nunca descarga.

El legado de aquel reparto de tierras sigue vivo: la isla continúa dividida entre las ramas familiares de los Marsters, como si un plan urbanístico improvisado en 1863 hubiera adquirido rango de constitución. El resultado es una estructura comunal que mezcla feudalismo con democracia tropical, donde el apellido pesa más que cualquier título nobiliario.

Una comunidad que cabe en un autobús

Hoy, Palmerston tiene entre 30 y 60 habitantes, dependiendo de si los jóvenes han decidido quedarse a pescar o marcharse a Nueva Zelanda en busca de algo más moderno que el ron casero. No hay aeropuerto y los barcos de suministro aparecen solo unas pocas veces al año, como si se tratase de la lotería de Navidad pero con gasolina, arroz y baterías solares como premio gordo. La electricidad depende de generadores y placas, y el internet existe, aunque con una velocidad poco exigente.

En este escenario, la vida transcurre con una rutina que parece sacada de otro siglo: pescar, recoger cocos, reparar lo que el salitre destroza y esperar la llegada de algún turista perdido. Porque sí, hay viajeros que, tras varios mares y aún más tormentas, llegan a Palmerston convencidos de haber encontrado el escenario perfecto para un remake de Los náufragos de la isla. Lo que encuentran, en realidad, es un microcosmos británico-polinesio con normas propias y una hospitalidad tan sincera como desconcertante.

Inglés con acento polinesio

Uno de los rasgos más pintorescos de Palmerston es su idioma. Los Marsters hablan una variante del inglés marcada por la fonética polinesia, un acento que convierte cualquier conversación en un cruce entre Shakespeare y una canción hawaiana. La educación en la isla es básica: se enseña lo fundamental, y para todo lo demás hay que emigrar. Muchos jóvenes lo hacen, y pocos regresan, lo que convierte a Palmerston en una especie de museo viviente con problemas de reposición de piezas.

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Entre la utopía y la amenaza del mar

El atolón, idílico y frágil a partes iguales, afronta desafíos propios del siglo XXI. El cambio climático amenaza con engullir los corales y elevar un océano que no entiende de dinastías familiares. La economía depende de exportaciones modestas de copra y de un turismo tan escaso que casi se contabiliza por nombres propios. El riesgo más evidente, sin embargo, es demográfico: cada generación que se marcha reduce las posibilidades de que el experimento social iniciado por Marsters siga vivo dentro de unas décadas.

Un anacronismo fascinante

Palmerston, en definitiva, es una rareza geopolítica, un accidente histórico y un laboratorio humano en medio del Pacífico. Una isla donde la globalización se presenta tímidamente en forma de internet lento y paneles solares, mientras la vida sigue marcada por la herencia de un marino británico que decidió que tres esposas, varios hijos y un atolón bastaban para fundar su propia versión de Inglaterra Tropical Edition. En el fondo, una muestra deliciosa de cómo la Historia nunca pierde la capacidad de sorprendernos con sorna y un punto de absurdo.


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Fuente: BBC

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