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El falso Casanova de los 105 matrimonios: Giovanni Vigliotto y su camión del engaño

Existen personas bígamas, hay personas trígamas y, mucho más lejos, ciento dos escalones más arriba en la gloriosa escalera del campo de la aritmética sentimental, nos encontramos frente a frente con la historia de Giovanni Vigliotto (1930 – 1991).

Un personaje estadounidense que parecía empeñado en convertir el matrimonio en un deporte de resistencia, una especie de maratón nupcial donde cada meta se alcanzaba con un nuevo apellido, una nueva promesa de amor eterno y, por supuesto, un nuevo engaño cuidadosamente empaquetado.

Dicha historia -rigurosamente cierta- no parece sacada de un informe judicial sino de un sainete a medio camino entre el vodevil, la tragicomedia y la picaresca del siglo XX, con tintes de esperpento dignos de Valle-Inclán. Un hombre capaz de casarse más de cien veces sin repetir identidad, sin levantar demasiadas sospechas y, lo que es peor para las autoridades, sin que las novias-viudas del timo pudieran ponerse de acuerdo en si era un galán irresistible, un pícaro con encanto o un vendedor ambulante con aires de ilusionista barato al que se le daba mejor desaparecer con un armario ropero que con un conejo dentro de su chistera.

El caso es que, entre 1949 y 1981, acumuló la friolera de ciento cinco matrimonios, todos ellos fraudulentos, y ninguno terminado en luna de miel sino en mudanza sospechosa. Una especie de Houdini sentimental con la diferencia de que, aparte de escapar de esposas, las coleccionaba con la disciplina de un filatélico obstinado, siempre dispuesto a añadir un sello más a su álbum de conquistas falsas.

El método: un Cupido con camión de mudanzas

El modus operandi era digno de manual de estafadores vintage, de esos que se leen con una mezcla de indignación y aplauso contenido. Giovanni, con el encanto de un viajante curtido en ferias de antigüedades y mercadillos de pulgas a lo largo y ancho de Estados Unidos, se presentaba ante sus víctimas como el caballero que había estado esperando toda su vida, el héroe improbable que aparecía de repente entre puestos de lámparas desvencijadas y relojes de bolsillo oxidados.

Se declaraba con la rapidez de quien vende un coche usado en plena liquidación de concesionario y, antes de que la futura esposa pudiera pestañear o consultar con su mejor amiga, ya estaban recitando votos y prometiéndose fidelidad hasta que la muerte (o más bien, la mudanza) los separase.

Pero aquí llegaba el truco maestro, la trampa envuelta en papel de celofán romántico: tras la boda, el flamante marido le soltaba la excusa de manual, “mi vida está en otra ciudad, necesitamos mudarnos cuanto antes”. Ella, convencida de que el amor exige sacrificios y de que el romanticismo también se mide en cajas de cartón, empaquetaba hasta la vajilla heredada de la abuela, el juego de café de porcelana que solo se sacaba en Navidad y las fotos enmarcadas de la comunión de los sobrinos.

Giovanni cargaba todo en su camión, ponía rumbo a su propio beneficio y dejaba a la esposa plantada con una sortija de bisutería como recuerdo de un amor tan intenso como fugaz, casi tan breve como un anuncio radiofónico.

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El camión, por cierto, no era accesorio secundario ni un simple medio de transporte: era su auténtico cómplice, un aliado de cuatro ruedas que transportaba muebles, ilusiones y futuras demandas judiciales con una discreción digna de chófer privado. Mientras las víctimas esperaban una llamada de reencuentro o un telegrama amoroso, Vigliotto ya estaba en otra ciudad, en otro mercadillo, vendiendo el botín pieza por pieza y echando el ojo a su siguiente candidata, como si coleccionar corazones despistados fuese una profesión reconocida por el Ministerio de Trabajo.

Un catálogo de identidades de lo más variopinto

Si algo tenía Giovanni, además de desparpajo, era una imaginación desbordante para inventar vidas como quien reparte barajas marcadas en una timba clandestina. A lo largo de más de tres décadas, se presentó con más de un centenar de nombres distintos: desde ejecutivos con éxito que aseguraban viajar constantemente por negocios internacionales, hasta modestos comerciantes con apellidos imposibles y biografías inventadas a golpe de fantasía. Entre medias aparecían supuestos viudos inconsolables que, curiosamente, se consolaban con sospechosa rapidez y una capacidad de enamoramiento casi instantáneo, como si llevaran un cronómetro emocional en el bolsillo del chaleco. A cada nueva prometida le ofrecía un relato a medida, elaborado con precisión artesanal, adaptado a las expectativas sociales de la época, al contexto local y, sobre todo, al perfil psicológico de la víctima, siempre calibrado para generar confianza sin levantar la más mínima sospecha.

Giovanni Vigliotto
Giovanni Vigliotto

Lo sorprendente es que la mayoría no detectaba nada raro. Tal vez el secreto residiera en su aspecto anodino: ni especialmente atractivo ni especialmente repulsivo, un hombre de esos que se cuelan en la memoria como figurantes de película de domingo por la tarde. Ese tipo de presencia discreta, casi de telón de fondo, que no levanta alarmas, y que, sumada a un discurso fluido y a una seguridad en sí mismo digna de mejor causa, abría puertas a corazones necesitados de romance. Porque Giovanni, más que conquistar, se limitaba a ocupar el vacío, y en ese terreno era un maestro consumado.

La penúltima víctima y el principio del fin

El espectáculo de engaños parecía no tener fecha de caducidad hasta que apareció Sharon Clark, una mujer de Florida que no estaba dispuesta a quedarse con las manos vacías ni con el corazón roto, y mucho menos con la sala de estar vacía. Tras notar que su esposo recién estrenado había desaparecido con su mobiliario, emprendió una serie de pesquisas personales más eficaces que las de muchos investigadores privados, con paciencia de hormiga y una tenacidad casi detectivesca. Siguió las pistas con una mezcla de intuición femenina y método policial rudimentario hasta dar con él en un mercadillo de segunda mano, donde lo encontró vendiendo precisamente sus propios muebles con la misma desfachatez con la que otros colocan pócimas de crecepelo milagroso o relojes de imitación.

La escena merecería estar en un guion de cine de serie B con tintes cómicos: ella, indignada y con el ceño fruncido, contemplando cómo su sofá cambiaba de dueño entre el regateo de desconocidos; él, sorprendido en pleno negocio, intentando escabullirse entre sillas apiladas, lámparas polvorientas y algún armario desvencijado. No fue una persecución espectacular con coches, helicópteros y sirenas, pero sí la definitiva. Sharon no sólo lo reconoció sin dudarlo, sino que además consiguió que la justicia, hasta entonces bastante distraída con el asunto, se tomara el caso en serio y pusiera fin a la comedia sentimental más larga de la historia reciente.

El juicio en Arizona: 28 años por exceso de romanticismo

Detenido finalmente en Florida, Giovanni fue procesado en Arizona, donde su historial salió a la luz en forma de una interminable lista de bodas sin flores ni banquete. Allí las autoridades descubrieron el verdadero alcance de su colección de esposas: ciento cinco mujeres que desfilaban en el sumario judicial como si fueran las páginas de un catálogo de engaños. El listado parecía no tener fin; cada una aportaba su testimonio, su ajuar perdido y su dosis de indignación. El jurado, que probablemente no sabía si reír o llevarse las manos a la cabeza, lo declaró culpable tras escuchar cómo durante décadas había jugado al escondite con la ley y con el corazón ajeno. La sentencia fue contundente: 28 años de prisión, no por polígamo compulsivo (que también lo era) sino por ladrón profesional de enseres domésticos y por haber perfeccionado el arte de la mudanza fraudulenta.

Giovanni Vigliotto
Giovanni Vigliotto en la prensa

En la cárcel, Vigliotto no perdió del todo su aire teatral ni su pose de seductor incomprendido. Alegó en más de una ocasión que sus actos eran fruto de una pasión desbordada, de un deseo imposible de contener y de una especie de adicción al amor que nadie parecía comprender. Un Casanova de mercadillo, en definitiva, que confundió el romance con la compraventa de segunda mano y acabó pagando con décadas de barrotes la factura de su propio espectáculo.

El legado tragicómico de un polígamo impostor

El caso de Giovanni Vigliotto quedó grabado en la crónica criminal como una rareza difícil de clasificar, un híbrido entre novela picaresca y expediente judicial. No era un asesino, no era un mafioso sanguinario, ni siquiera un estafador financiero de altos vuelos. Era, simplemente, un romántico a la carta que cambiaba de nombre y de esposa con la misma ligereza con que otros cambian de camisa, y que convirtió el matrimonio en una especie de negocio itinerante con camión incluido. Sus víctimas, lejos de ser ingenuas sin remedio, eran mujeres que buscaban compañía en un tiempo en que la soledad femenina estaba socialmente mal vista, y en ese vacío encontró Giovanni un filón tan rentable como inmoral.

Lo irónico del asunto es que su historia sigue fascinando décadas después, convertida en ejemplo de hasta dónde puede llegar la picaresca disfrazada de amor verdadero. Un hombre, un camión y un centenar largo de anillos que jamás sirvieron para consolidar una familia, pero sí para llenar los bolsillos de un impostor profesional y alimentar un mito a medio camino entre lo grotesco y lo cómico. Si hubo alguna moraleja en todo este entuerto, quizá sea la de desconfiar de los romances exprés, sobre todo si incluyen cajas de embalaje y un furgón esperando en la puerta.


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Un compendio de “célebres impresentables” de Arizona con un capítulo entero dedicado a Vigliotto: “Giovanni Vigliotto: His March to the Altar Turned into a Stampede”.

Fuentes:

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