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Frankenstein de Mary Shelley: nacimiento de la novela de 1818

En 1818, cuando nadie podía imaginar que una novela escrita a escondidas por una joven de veinte años acabaría convertida en un fenómeno cultural permanente, Mary Shelley dejó caer en las librerías una historia que aún hoy sigue levantando más preguntas que respuestas. El título completo, solemne como un sermón y ambicioso como un experimento prohibido, anunciaba sus intenciones sin disimulo: “Frankenstein; o el moderno Prometeo”. Aquel libro, mezcla inquietante de cadáveres, electricidad, filosofía y remordimientos, llegó al público sin una firma en la portada. Durante un tiempo, la criatura fue famosa mucho antes que su creadora.

Lo que parecía un relato gótico más, apto para leer a la luz de una vela temblorosa, se convirtió en un espejo que reflejaba las dudas de su época sobre la ciencia, la política, la familia y el poder. La primera edición de 1818 no presentó solo una novela: introdujo un problema moral disfrazado de entretenimiento oscuro.

1818, un año serio al que se le coló un monstruo

El panorama literario británico de principios del siglo XIX era un curioso híbrido. Por un lado, florecía la sensibilidad romántica, enamorada de las emociones intensas, de la naturaleza enfurecida y de los héroes que sufrían más que actuaban. Por otro, una sociedad que se industrializaba con rapidez miraba cada vez más hacia la ciencia, sus experimentos y sus promesas. Entre ambos mundos vivía el lector corriente, que devoraba periódicos, novelas por entregas y análisis filosóficos sin demasiado rubor.

Frankenstein de Mary Shelley

El género gótico llevaba ya años haciendo ruido. Los castillos medio derruidos, los pasadizos secretos y las apariciones ambiguas eran parte del menú literario. Sin embargo, lo que Mary Shelley introdujo en 1818 no era otra ración de sustos. Ella usó esa atmósfera oscura para colar dentro un dilema científico y ético. En lugar de fantasmas, ofreció un experimento fallido. En lugar de un villano sobrenatural, presentó a un creador asustado que habría cambiado de identidad si hubiese tenido ocasión.

El resultado fue una novela tan dúctil que podía leerse como entretenimiento terrorífico o como crítica política, reflexión ilustrada o advertencia contra la paternidad irresponsable. Todo junto, sin pedir disculpas.

Mary Shelley: hija de revolucionarios y protagonista involuntaria de un escándalo

Para situar el alcance de la publicación de Frankenstein, conviene recordar de dónde venía Mary. Su linaje intelectual impresionaba: hija del filósofo William Godwin y de la escritora Mary Wollstonecraft, creció en un entorno donde los debates sobre educación, moral o libertad eran el pan de cada día. Esa familia discutía sobre principios como otros lo hacen sobre la factura de la luz.

Y como si necesitara añadir una dosis de dramatismo, Mary se fugó siendo adolescente con Percy Bysshe Shelley, que estaba casado. Aquella escapada los convirtió en un pequeño terremoto social. La vida de Mary, además, estuvo marcada desde temprano por pérdidas dolorosas: la muerte de su madre poco después de nacer, varios hijos fallecidos, el suicidio de su hermanastra y, más adelante, la muerte de Percy en un naufragio.

Cuando empezó a escribir Frankenstein, con dieciocho años, ya llevaba a cuestas un historial emocional que se filtra por todas las páginas. Desde esa perspectiva, la criatura que suplica cariño y un lugar en el mundo deja de parecer un monstruo y se asemeja más a un símbolo de todos aquellos a quienes la sociedad decide ignorar.

Villa Diodati: lluvia, volcanes y un concurso de relatos turbios

El nacimiento de la novela tiene algo de mito literario. Verano de 1816. La erupción del volcán Tambora había provocado un clima extraño, con temperaturas bajísimas y cielos oscurecidos. Un grupo peculiar de jóvenes con talento, problemas sentimentales y más tiempo libre del recomendable se refugió cerca de Ginebra, en la Villa Diodati. Allí se encontraban Lord Byron, Percy Shelley, Mary, la inquieta Claire Clairmont y el médico John Polidori.

Frankenstein de Mary Shelley

Como la lluvia no daba tregua y las excursiones quedaban arruinadas, decidieron entretenerse leyendo cuentos de fantasmas. En un gesto mezcla de aburrimiento y ego literario, Byron propuso que cada uno escribiera su propia historia de terror. Polidori creó el germen del vampiro moderno. Mary, quizá sin imaginarlo, dio el primer paso hacia una obra que iba a cambiar el destino del género.

Según contó ella misma, la inspiración llegó como una imagen perturbadora: un joven inclinado sobre un cuerpo ensamblado con restos humanos, al que la electricidad arrancaba una chispa de vida. A eso se sumaron las conversaciones sobre galvanismo, un tema de moda en los salones científicos, y los rumores sobre experimentos capaces de reanimar tejidos.

El ambiente sentimental del grupo tampoco ayudaba a la paz mental. Amores cruzados, celos, tensiones y secretos formaban un teatro romántico algo desordenado. En aquel clima, hablar de “monstruos” tenía, para algunos, un matiz autobiográfico.

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Del susto nocturno al manuscrito: escribir con fantasmas y pagar recibos

Tras aquel verano, Mary y Percy regresaron a Inglaterra. Ella escribió buena parte de la novela en Bath, entre 1816 y 1817, en una ciudad donde la elegancia georgiana convivía con médicos, charlas científicas y un sinfín de rumores. Era un entorno que favorecía la imaginación, sobre todo cuando uno llevaba en la cabeza un proyecto tan extraño.

Se cree que Mary pudo asistir a demostraciones de electricidad aplicada al cuerpo humano, un espectáculo que alimentó la idea de un científico obsesionado con vencer a la muerte. Ese clima intelectual convertía la novela en algo más realista de lo que podría parecer hoy.

En 1817, la obra estaba terminada. Percy revisó el estilo, afinó la redacción y redactó el prefacio de la primera edición. Ese apoyo generó años más tarde debates sobre la autoría, aunque los análisis modernos confirman que la estructura, las ideas y la voz narrativa pertenecen a Mary.

Con el manuscrito acabado y las finanzas familiares en situación siempre precaria, tocaba encontrar un editor dispuesto a arriesgarse con una novela tan singular.

Una primera edición casi clandestina

El 1 de enero de 1818 salió a la venta la primera edición de Frankenstein, publicada por una casa londinense que solía apostar por libros asequibles. La novela apareció en tres volúmenes, como dictaba la moda, y tuvo una tirada inicial modesta.

En la portada no había rastro del nombre de Mary. Solo un libro anónimo que incluía una dedicatoria a su padre y un prefacio que muchos atribuyeron de inmediato a Percy. Para una autora que trataba un tema tan incómodo como la arrogancia científica y la ruina moral de su protagonista, la ausencia de firma era una forma de protegerse y también un reflejo de los prejuicios del momento.

Durante los primeros años, lectores y críticos asumieron que el autor era Percy Shelley. Solo a partir de 1821, en una traducción francesa, el nombre de Mary apareció vinculado al libro.

Frankenstein de Mary Shelley

El hecho de que una historia sobre un creador que se desentiende de su obra llegara al mundo sin autora visible tiene un toque irónico que habría encantado a la propia Shelley.

Lo que contaba el Frankenstein de 1818 y lo que cambió después

La estructura narrativa de la edición de 1818 ya incluía tres voces: el explorador Walton, que abre y cierra la historia; Victor Frankenstein, narrador de su tragedia; y la criatura, que aporta su propia perspectiva. Ese equilibrio permite que el lector escuche todas las versiones del desastre.

En esencia, la trama relata cómo Victor, un joven brillante y testarudo, decide indagar en los secretos de la vida. Reúne restos humanos, ensambla un cuerpo descomunal y, cuando este despierta, huye asustado. Ese abandono inicial marca toda la historia.

La criatura, condenada a la soledad desde su nacimiento, aprende a hablar y a reflexionar observando a una familia campesina. Cuando intenta unirse a ellos, es rechazada de forma brutal. Su dolor se convierte en venganza. Exige a Victor una compañera y, al ver que este destruye el segundo ser por miedo, desencadena una cadena de muertes que culmina en los desiertos helados del norte.

En 1831, Mary reescribió la obra para una edición más accesible. Hizo a Victor más víctima del destino, suavizó las referencias científicas y añadió un prólogo donde hablaba del origen de la novela como un golpe repentino de inspiración. La versión de 1818, sin embargo, mantiene la dureza moral original: un científico que elige traspasar los límites y rehúye las consecuencias.

Esa primera versión también era más explícita en sus guiños a los debates reales sobre electricidad, experimentación y ética científica.

Las primeras críticas: asombro, incomodidad y algún aplauso tímido

La recepción inicial del libro fue variada. Algunas revistas destacaron su audacia y su originalidad, pero muchas otras se escandalizaron por su oscuridad y por el atrevimiento de imaginar a un ser humano dando vida a otro. Para ciertos críticos, la irreverencia era peor que los asesinatos narrados.

La ausencia de un nombre claro en la portada alimentó las especulaciones. La crítica atribuía el texto a Percy Shelley por su estilo y por el contenido filosófico. Cuando se supo que la autora era Mary, surgió una mezcla de sorpresa y condescendencia. Algunos alababan su talento, pero lo hacían con un tono que hoy resultaría irritante.

Aunque el libro no fue un éxito inmediato, tampoco pasó desapercibido. La traducción francesa y las primeras funciones teatrales contribuyeron a que la novela empezara a circular con más fuerza.

Del papel al escenario: un monstruo que pisa las tablas

En 1823, una adaptación teatral londinense titled Presumption; or, the Fate of Frankenstein llenó los teatros y convirtió a la criatura en un icono escénico. La obra simplificaba la complejidad moral de la novela y apostaba por el impacto visual. El público respondió con entusiasmo.

Ese éxito impulsó la publicación de una segunda edición inglesa con el nombre de Mary Shelley ya visible. A partir de entonces, el libro y sus adaptaciones caminaron de la mano. Las versiones escénicas moldearon la imagen popular del monstruo y contribuyeron a que su aspecto físico, y no su drama intelectual, se convirtiera en lo más recordado.

El siglo XIX avanzó, el cine llegó y la criatura se volvió independiente del libro. Tornillos, cicatrices imposibles y un nombre mal atribuido fueron sustituyendo la versión original del personaje.

La edición de 1818: el olor del laboratorio

Cuando hoy se reivindica Frankenstein como primera novela moderna de ciencia ficción, se suele volver a la edición de 1818. En ella se aprecia con claridad el núcleo del problema: un avance científico sin responsabilidad ética. Esa visión la acerca más al mundo contemporáneo que muchas obras escritas dos siglos después.

El Victor de 1818 no es un peón del destino. Toma decisiones equivocadas por orgullo y miedo. Abandona lo que crea. Ignora las consecuencias. La criatura, por su parte, expone con claridad su dolor y su análisis del mundo. Reclama aquello que la sociedad niega a los que no encajan: educación, compañía y reconocimiento.

Cada reedición moderna recupera esa esencia crítica, más social y más incómoda. Le recuerda al lector que, bajo el mito, late un tratado sobre la irresponsabilidad y el miedo a las propias obras.

Por eso resulta tan llamativo que el libro naciera sin autora visible: una obra sobre un creador que abandona a su criatura llegó al mundo con su propia creadora escondida entre las sombras, como si la historia hubiera querido demostrar su argumento desde la primera página.

Vídeo: “Mary Shelley y Frankenstein: la creación de un mito | Antonio Ballesteros”

Fuentes consultadas

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