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Caso Martinovic: la botella que se volvió símbolo del conflicto en Kosovo

La historia de Đorđe Martinović, tiene todos los ingredientes de un esperpento balcánico digno del Kusturika más inspirado si no fuese por el trágico final que depararían los acontecimientos: un campesino solitario, una botella en el peor de los lugares posibles, y un país que empezaba a desmoronarse entre banderas, agravios y sospechas.

El 1 de mayo de 1985, este agricultor serbio de 56 años, vecino de Gjilan (Kosovo), ingresó en el hospital con una botella de vidrio —parece ser que de cerveza— incrustada en el recto.

Lo que parecía un accidente grotesco y/o una extravagancia sexual terminó convirtiéndose en un asunto de Estado.

En cuestión de días, lo que podía haberse quedado en chismorreo de barra de taberna local pasó a ser símbolo nacional, munición ideológica y metáfora de una nación entera que se sentía, literalmente, empalada por sus enemigos.

El incidente: ¿auto-lesión o ataque organizado?

Martinović aseguró que había sido atacado por dos hombres albaneses mientras trabajaba tranquilamente su campo. La versión oficial, sin embargo, se desmarcó con un giro de tragicomedia: según el informe inicial, el propio Martinović se habría herido durante una sesión de autoestimulación que salió terriblemente mal. La hipótesis decía que colocó una botella sobre un palo, la fijó en el suelo y, en pleno fervor, el artilugio cedió bajo su peso. Una historia tan pintoresca que cuesta decidirse por mueca de dolor o carcajada.

Los médicos tampoco ayudaron a aclarar el misterio. Un equipo de la Academia Médica Militar de Belgrado, integrado por especialistas de Belgrado, Ljubljana, Zagreb y Skopje, concluyó que las heridas eran imposibles de producir por uno mismo: hablaban de una “inserción violenta y repentina de una botella de medio litro, ejecutada, como mínimo, por dos personas”.

En cambio, una segunda comisión dirigida por el profesor Janis Milčinski defendió lo contrario: que el desafortunado campesino pudo haberse provocado las lesiones él solo en un accidente de lo más vergonzante.

Así, entre diagnósticos cruzados y versiones que parecían competir en absurdo, el caso se quedó flotando en la ambigüedad. No hubo pruebas concluyentes, ni culpables, ni resolución judicial firme.

Sólo un país entero discutiendo si aquel pobre hombre había sido víctima de un crimen atroz o protagonista involuntario de la anécdota más incómoda de Yugoslavia.

Más que un agravio personal: símbolo de lo colectivo

Lo verdaderamente asombroso —y también desolador— del caso Martinović no fue la botella en sí, sino lo que simbolizó. Aquella escena grotesca, digna de un sainete trágico, acabó convertida en metáfora nacional. Para muchos serbios de Kosovo, Martinović pasó a ser una especie de mártir rural, víctima de la violencia albanesa y encarnación viviente del temor más profundo: que los serbios fueran expulsados de su tierra ancestral y que Kosovo, el “corazón” de la nación, se les escapara entre los dedos.

caso Martinovic

La prensa serbia no perdió tiempo en transformar la desgracia en titular patriótico. El diario Politika insinuó que los supuestos agresores eran miembros de una familia albanesa interesada en comprarle el terreno a Martinović, terreno que él, naturalmente, se habría negado a vender.

Así, una botella en un campo se convirtió en alegoría del conflicto eterno: el campesino serbio que resiste frente al invasor albanés. La herida física se transmutó en herida colectiva, y el relato del “serbio perseguido” tomó vuelo mientras los albaneses quedaban retratados como el enemigo ancestral, el que siempre acecha, usurpa y amenaza.

Desde el lado albanés, sin embargo, la lectura fue diametralmente opuesta. Muchos consideraban que Martinović se había lesionado de manera accidental y que, al verse en ridículo, había culpado a dos albaneses imaginarios. Lo demás, decían, fue obra de los nacionalistas serbios, que aprovecharon la historia para encender pasiones, victimizarse y dar a su causa un mártir improvisado con una botella en el culo como estandarte.

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Contexto histórico: Kosovo, Yugoslavia y la ruptura

En los años ochenta, Yugoslavia crujía por todas sus costuras. Tito llevaba ya unos años bajo tierra, la economía se desmoronaba irremediablemente y las viejas tensiones étnicas —esas que el mariscal había mantenido a raya a golpe de carisma y represión— empezaban a asomar la cabeza.

Cada república miraba por lo suyo y las dos provincias autónomas dentro de Serbia, Kosovo y Voivodina, agitaban el avispero político con sus ansias de independencia administrativa.

Kosovo, para más inri, era la región más pobre de todo el mosaico yugoslavo: un territorio de campesinos, polvo y resentimientos. Allí los albaneses eran mayoría aplastante, pero convivían con una minoría serbia que, más que habitantes, se consideraban guardianes de una reliquia: aquel fue el escenario de la mítica batalla de 1389 contra los otomanos, episodio que alimentó durante siglos el relato épico del sacrificio serbio.

Đorđe Martinović
Đorđe Martinović

Para los nacionalistas, Kosovo no era solo un pedazo de tierra; era la cuna de la identidad, el corazón simbólico del país, aunque cada vez latiera más en idioma albanés.

La Constitución de 1974 había otorgado a Kosovo una autonomía amplia dentro de Serbia, lo que muchos serbios interpretaron como una traición en toda regla: se sentían dueños de una casa donde ya no podían decidir ni el color de las cortinas.

Y en medio de ese caldo de cultivo, el caso Martinović irrumpió como una chispa en un pajar reseco.

Lo que comenzó siendo una desgracia íntima en un campo acabó interpretándose como una afrenta colectiva, una reedición simbólica del viejo martirio a manos del enemigo.

Y no faltó quien viera en aquel cuerpo herido un eco directo del empalamiento otomano, el castigo legendario que siglos atrás había encarnado el dolor y la humillación del pueblo serbio.

Dislocación del relato: del cuerpo de Martinović al cuerpo del pueblo

Resulta a la vez curioso y escalofriante observar cómo el cuerpo maltrecho de Martinović — cuerpo de carne, vergüenza y hospital— acabó convertido en el cuerpo simbólico de toda una nación. Lo que en principio fue una desgracia íntima se elevó al rango de mito político.

Artistas pintaron escenas inspiradas en su suplicio, intelectuales lo compararon con las víctimas de los campos de concentración (en los Balcanes siempre hay una tragedia mayor a la que echar mano), y grupos de mujeres serbias marcharon hasta el Parlamento de Belgrado clamando que “nuestros hermanos están siendo empalados en una estaca afilada”.

El dolor de un solo hombre se había inflado hasta abarcar la épica del pueblo entero.

Lo verdaderamente significativo es que el debate dejó pronto de girar en torno a la verdad material del hecho —qué pasó, quién lo hizo, si hubo o no agresores— para instalarse en el terreno mucho más fértil de la simbología. Ya no importaba la botella, sino lo que representaba. Para una parte de la población albanesa, nunca existieron pruebas sólidas de ataque alguno: todo fue una invención o una exageración aprovechada por los nacionalistas serbios.

Pero para muchos serbios, el mero sufrimiento de Martinović bastaba como prueba definitiva de que había un plan, un complot, una mano invisible —y albanesa— empeñada en repetir la historia de su martirio empalador.

Por qué importa este incidente (y por qué tanto ruido)

A primera vista, uno podría pensar: “una botella rota… ¿y este hombre cataliza tensiones nacionales?”. Sí, y aquí reside lo interesante. El caso Martinović sirve como un perfecto microcosmos de todo lo que hervía bajo la superficie yugoslava. Un Estado que había hecho del silencio sobre el nacionalismo su piedra angular vio cómo ese tabú se resquebrajaba de golpe cuando la prensa serbia decidió airear el asunto sin el menor pudor. Lo que hasta entonces era innombrable —la identidad, la victimización, el agravio étnico— se coló en los titulares envuelto en la tragicomedia de una botella.

También ilustra cómo lo privado puede transformarse en arma política. Una herida en el recto de un campesino anónimo acabó leyéndose como metáfora de cinco siglos de opresión otomana. El suceso, tan íntimo y grotesco, se reescribió en clave de epopeya nacional: el cuerpo del individuo se convirtió en campo de batalla de la memoria colectiva.

Y luego está la paradoja forense: la ciencia titubea, la narrativa no. Los médicos discrepan, los informes se contradicen, pero el relato más emotivo —el del serbio humillado por manos albanesas— se impone sin esfuerzo. La verdad médica se diluye, la verdad simbólica se solidifica.

Todo esto ocurre, además, en un escenario rural y empobrecido, el Kosovo de mediados de los ochenta, donde las leyendas nacionales germinan con facilidad y los agravios históricos se transmiten con la misma naturalidad que una receta de cordero al horno con yogur. En definitiva, el caso Martinović se despegó pronto del expediente policial para instalarse en otro terreno más duradero y rentable: el del mito, la identidad y la memoria colectiva.

Algunas anécdotas sorprenden

Algunas anécdotas del caso rozan lo inverosímil, aunque todas figuran en los informes y crónicas de la época.

Para empezar, el parte forense inicial señalaba que la botella no solo estaba incrustada: se había roto dentro del recto de Martinović, lo que obligó a trasladarlo urgentemente a Belgrado para una cirugía más compleja. Un detalle que, pese a su crudeza, fue rápidamente eclipsado por el vendaval político y mediático que se desató después.

Luego está el psiquiatra nacionalista Jovan Rašković, quien decidió aportar su granito de arena al disparate general afirmando que “los musulmanes están fijados en la fase anal de su desarrollo psicosocial”. Según él, el caso Martinović demostraba la supuesta agresividad sexual de los albaneses. Un diagnóstico más cercano a la paranoia étnica que a la ciencia.

Y, por si faltaba dramatismo, el pintor Mića Popović inmortalizó la escena en un lienzo delirante: varios albaneses, representados como esqueletos, elevan a Martinović en una cruz de madera, a medio camino entre el martirio cristiano y el esperpento nacionalista. En resumen, el suceso acabó convertido en un carnaval simbólico donde la tragedia se mezclaba con la propaganda, y el absurdo con la fe patriótica.

caso Martinovic

Limitaciones, matices, lo nunca dicho

Conviene insistir en un punto esencial: jamás se demostró de forma concluyente quién —si es que alguien— agredió a Martinović. La hipótesis de la auto-lesión sigue teniendo defensores, y la investigación, lejos de resolver el enigma, fue discretamente congelada. Aquello olía más a cálculo político y miedo institucional que a búsqueda de la verdad. En Yugoslavia, a veces era más prudente dejar un expediente sin cerrar que abrir otro frente étnico.

Tampoco hay que caer en la simplificación de culpar este episodio del derrumbe del país: no fue la causa, pero sí un síntoma ruidoso. El caso Martinović marcó un punto de inflexión, una grieta visible en el muro de la censura ideológica.

El nacionalismo, hasta entonces tema prohibido, se deslizó de nuevo al discurso público; las tensiones étnicas abandonaron el susurro para hacerse pancarta; y la vieja dialéctica de víctima y opresor volvió a ocupar el centro del escenario.

La botella, rota y olvidada, acabó siendo el espejo deformante que devolvía la patética imagen de un Estado que también se estaba quebrando.


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Kosovo. Las semillas del odio: Cuando se rompen las naciones: Un estudio en castellano que recorre las raíces históricas y políticas del conflicto de Kosovo desde sus orígenes hasta las tensiones contemporáneas. Análisis documentado, lenguaje accesible y capítulos que explican cómo se forjan mitos nacionales y episodios de violencia colectiva, útil para entender el trasfondo del caso Martinović.

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