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El Cantón de Cartagena: cuando una ciudad decidió jugar a ser república

Una República de quita y pon

La Primera República Española (1873–1874) fue como ese mueble barato de feria: montado a toda prisa, sin instrucciones claras y destinado a desmoronarse en cuanto alguien se apoyara demasiado. Apenas duró once meses, pero dejó tras de sí una colección de episodios que harían las delicias de cualquier guionista de tragicomedias políticas. Cartagena, la ciudad portuaria con fama de inexpugnable gracias a su bahía fortificada, se convirtió en el epicentro de la llamada insurrección cantonal, un experimento político que combinó pólvora, fervor revolucionario y un catálogo de ocurrencias dignas de sainete.

Los presidentes de la República se sucedían con la misma rapidez que los invitados de First Dates. Entre tanto relevo, discursos encendidos y proyectos federales que no pasaban del borrador, las provincias empezaron a impacientarse. “Si Madrid no organiza nada, lo hacemos nosotros”, pensaron en Cartagena, y así, sin demasiada ceremonia, decidieron levantar su propio chiringuito republicano.

Bandera improvisada y vena abierta

El 12 de julio de 1873 la chispa saltó con una escena de esas que parecen inventadas. Los sublevados necesitaban una bandera roja, símbolo de la revolución, pero no tenían ninguna a mano. Rebuscaron, encontraron algo parecido a una bandera turca y, como aquello no convencía, un exaltado decidió dar un paso adelante: se abrió una vena y tiñó la tela con su sangre. No hay hoy documental en las plataformas que supere semejante dramatismo. La enseña quedó lista, grotesca y solemne al mismo tiempo, y fue izada en el Castillo de Galeras como declaración oficial del nuevo “Cantón de Cartagena”.

Cantón de Cartagena

La bandera era más que un trozo de tela: era un manifiesto. Representaba, según quién la mirara, la esperanza de un nuevo orden federal o la prueba irrefutable de que la joven República se estaba convirtiendo en una farsa con tintes anárquicos.

Un gobierno desde abajo

La proclamación del cantón se tradujo en la creación de una Junta Revolucionaria que, en nombre de la “República Federal desde abajo”, empezó a legislar como si llevara siglos de experiencia. En apenas días se anunciaron medidas que hoy parecen de manual de derechos sociales: jornada laboral de ocho horas, legalización del divorcio, abolición de la pena de muerte. Todo muy avanzado para la España decimonónica, donde lo habitual era trabajar hasta caer rendido, casarse hasta morir y ver ajusticiamientos como entretenimiento público.

Cantón de Cartagena

Pero las buenas intenciones se mezclaban con cierto caos organizativo. Cada decreto parecía más un experimento que una ley sólida. Los dirigentes cartageneros alternaban ideas progresistas con decisiones de dudosa viabilidad, como si se tratara de un laboratorio político improvisado en mitad de un bombardeo.

La flota revolucionaria y los viajes de ida y vuelta

Cartagena no se conformó con mirarse al ombligo. Armó una flota con los barcos de guerra disponibles en el puerto —es decir, los del Estado— y los rebautizó como “escuadra cantonal”. Aquellos buques, con bandera revolucionaria, salieron a conquistar voluntades por el Mediterráneo. Hubo expediciones hacia Alicante, Málaga, Almería, e incluso intentos de extender el modelo a Sevilla. Era como una gira musical de provincia en provincia, pero con cañones en lugar de pasodobles.

La jugada, sin embargo, no funcionó del todo. En algunos sitios los recibieron con vítores; en otros, con indiferencia o directamente a tiros. El “efecto dominó” que soñaban los líderes cantonales se quedó en un par de piezas tambaleantes. Y mientras tanto, el gobierno central en Madrid empezaba a perder la paciencia.

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El duro cantonal y otras genialidades

Entre las ocurrencias de la Junta Revolucionaria destaca la emisión de moneda propia. El famoso “duro cantonal” circuló por la ciudad como símbolo de independencia económica. No era la primera ni la última vez que un movimiento revolucionario fabricaba su propio dinero, pero en el contexto cartagenero resultaba casi entrañable: billetes y monedas de un Estado que apenas duraba lo que una temporada de verano.

Cantón de Cartagena

Más delirante aún fue la supuesta petición de anexión a los Estados Unidos. Sí, algunos dirigentes pensaron que quizá sería buena idea convertirse en territorio norteamericano. Imaginaban que Washington, en plena reconstrucción tras su propia guerra civil, se interesaría por un puerto mediterráneo en rebeldía. La propuesta, naturalmente, quedó en agua de borrajas, pero la anécdota revela bien el espíritu quijotesco de la insurrección.

La respuesta del gobierno: pólvora y hambre

La paciencia en Madrid se evaporó rápido como charco de agua en agosto. La orden fue clara: mandar tropas, cerrar el puerto y empezar a machacar la ciudad a cañonazos, día sí y día también. Durante meses, Cartagena vivió bajo un bombardeo casi rutinario, como una especie de despertador siniestro que recordaba a todos que la fiesta cantonal había ido demasiado lejos. Las murallas cedían, las casas se resquebrajaban y, mientras tanto, el hambre hacía más estragos que la artillería.

Dentro de la ciudad el ambiente era una mezcla rara de heroísmo y sainete. Los soldados levantaban defensas con lo que hubiera a mano, los líderes improvisaban discursos grandilocuentes para mantener el ánimo y los vecinos malvivían entre colas, racionamientos y sustos. Se respiraba un aire extraño, mitad tragedia épica, mitad comedia de barrio, como si Numancia se hubiera mudado a orillas del Mediterráneo y hubiera decidido resistir entre pólvora, pan duro y proclamas de libertad.

Anécdotas con sabor a pólvora

En el interior del cantón se vivieron escenas dignas de novela. Se organizaban milicias populares, se fabricaban municiones de manera artesanal, se improvisaban hospitales en conventos. Los vecinos, a falta de recursos, convertían la guerra en un asunto de barrio: cañones escasos, pólvora racionada y mucha voluntad. Hubo incluso quien, entre bombardeo y bombardeo, se permitió la ironía de bautizar calles con nombres revolucionarios, como si nada pudiera interrumpir el ritual de darle identidad al nuevo Estado.

La prensa extranjera, fascinada por el espectáculo, enviaba corresponsales que describían la rebelión como una mezcla de circo, tragedia y ópera bufa. En Londres o París se leía sobre el Cantón de Cartagena con la misma curiosidad con que hoy se seguiría un reality show caótico.

El final del experimento

El 12 de enero de 1874 la resistencia se derrumbó. El asedio, implacable, había hecho imposible continuar. Cartagena se rindió y con ella acabó el episodio más excéntrico de la Primera República. El centralismo recuperó el control y la ciudad quedó marcada por aquella aventura de medio año en la que se atrevió a desafiar al Estado.

La memoria popular guardó el recuerdo con una mezcla de orgullo y sonrojo. Por un lado, el coraje de una población que se atrevió a soñar con la autonomía. Por otro, el desbarajuste, las improvisaciones y las decisiones que parecían sacadas de un sainete de Arniches. Cartagena se ganó, para siempre, el título de ciudad rebelde y extravagante.


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Fuentes: WikipediaNational GeographicUniversidad de Alicante

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