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Bir Tawil: El territorio que ningún país quiere reclamar

Hay un rincón en el mapa que parece inventado por un funcionario colonial con exceso de tiempo libre: un triángulo polvoriento de arena, piedras y viento que ocupa unos 2.060 kilómetros cuadrados y cuya mayor hazaña es no pertenecer a nadie. Se llama Bir Tawil y se esconde entre Egipto y Sudán, al sudeste del lago Nasser, en la parte más árida del desierto del Sáhara. Desde el punto de vista legal, se le conoce como terra nullius, una expresión en latín que suena solemne pero significa algo tan simple como que no tiene dueño. Y, por increíble que parezca, ningún país del planeta lo reclama: ni Egipto quiere añadirlo a su mapa ni Sudán lo incluye en el suyo.

Siglo XIX, entre Egipto y Sudán

La razón por la que ese pedazo de tierra sigue “libre” tiene más que ver con lápices y mapas que con batallas o conquistas. Todo empezó cuando los británicos, en pleno fervor colonial, se entretuvieron a finales del siglo XIX y principios del XX en trazar líneas sobre el desierto. En 1899 fijaron la frontera política entre Egipto y Sudán siguiendo el paralelo 22, una línea recta y limpia, como si la geografía fuera un tablero. Pero en 1902 decidieron modificarla para adaptarla a la realidad de las tribus locales, que se movían por la zona sin demasiada consideración por las líneas imaginarias del Imperio.

El cambio, aparentemente menor, tuvo un efecto curioso: el triángulo de Halaib, una franja costera junto al mar Rojo rica en recursos y estratégicamente interesante, pasó a ser un caramelo geopolítico, mientras que el interior, Bir Tawil, un terreno árido sin acceso al mar ni valor económico, se quedó como la ficha del tablero que nadie quiere tocar. Desde entonces, Egipto defiende la frontera de 1899 y Sudán la de 1902, cada cual eligiendo el mapa que le deja con el trozo más suculento. Y así, por un enredo de líneas y conveniencias, Bir Tawil quedó huérfano de patria, sin bandera y sin nadie dispuesto a reclamarlo.

Geografía, clima y quién pasa por allí

Bir Tawil no es precisamente un lugar acogedor ni un destino para senderistas románticos. Es un desierto áspero, de horizontes interminables y montañas discretas como el Jabal Ṭawil, que apenas alcanza los 459 metros, o el Gabal Hagar El Zarqa, que ronda los 662. Allí no hay pueblos, ni carreteras, ni señales que indiquen nada. Solo arena, viento y silencio. La zona carece de población estable: apenas la cruzan pastores y pequeños grupos nómadas que conocen cada pozo y cada piedra como si fueran viejos amigos.

El paisaje ofrece lo que promete: un territorio que no da pie a ciudades ni permite el más mínimo lujo. Las pistas de arena se difuminan a la primera tormenta, los rótulos brillan por su ausencia y las huellas de los todoterrenos son, a veces, el único indicio de que alguien pasó por allí. Para aventurarse en Bir Tawil hace falta más que valentía: hay que ir bien pertrechado de agua, combustible, un buen GPS y, sobre todo, toneladas de paciencia.

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¿Viajamos a Bir Tawil?

Quien se atreva a poner rumbo a Bir Tawil no lo hace por impulso ni por ganas de hacerse selfies exóticos. La aventura suele empezar en Asuán, en territorio egipcio, o en Wadi Halfa, ya en Sudán. Desde allí, el viajero debe alquilar un todoterreno robusto y, sobre todo, un conductor que conozca el carácter caprichoso de las dunas y las trampas de la arena. No es un destino para mochileros despreocupados ni para amantes del turismo de improvisación: el viaje requiere permisos, papeleo y, en ocasiones, la ayuda de lugareños que saben a qué puerta llamar para que los trámites no se eternicen bajo el sol.

En realidad, solo organizar la ruta ya roza la épica. Entre el calor abrasador, las carreteras que se disuelven en polvo y la incertidumbre de moverse por un territorio sin dueño, llegar a Bir Tawil es casi un rito de resistencia. No hay hoteles, ni gasolineras, ni cobertura telefónica: solo la promesa de contemplar uno de los lugares más remotos e inútiles —y por eso mismo más fascinantes— del planeta.

Micronaciones, princesas y la comedia de lo absurdo

Entre todas las anécdotas que ha dejado Bir Tawil, hay una que brilla con especial ironía. En 2014, un estadounidense llamado Jeremiah Heaton decidió que el mayor acto de amor paternal posible era fundar un reino para su hija. Ni corto ni perezoso, viajó hasta aquel pedazo de desierto olvidado, clavó una bandera azul con una corona dorada y declaró el nacimiento de la “Kingdom of North Sudan”, autoproclamándose rey para que la niña pudiera ser princesa. Una historia que parece escrita por Disney y revisada por Kafka.

El gesto, claro, no tuvo reconocimiento alguno, ni por parte de Egipto, ni de Sudán, ni mucho menos de la ONU. Pero su extravagancia se hizo viral: la prensa internacional, desde Time hasta The Guardian, recogió el suceso con una mezcla de desconcierto y ternura. La acción de Heaton, mitad parodia y mitad fábula moderna, resumía a la perfección el magnetismo absurdo que ejerce Bir Tawil: un pedazo de tierra tan prescindible que, precisamente por eso, despierta la imaginación de los románticos del mapa.

Y no fue el único intento de “colonización creativa”. A lo largo de los años, otros soñadores han reclamado su soberanía sobre el territorio, fundando micronaciones con constituciones improvisadas y nobles causas de escaparate: desde proyectos agrícolas que prometían reverdecer el desierto hasta campañas de financiación colectiva para convertirlo en laboratorio humanitario. Ninguna de esas aventuras ha pasado del titular curioso. La comunidad internacional, más pragmática que soñadora, sigue sin reconocer a ningún rey de fantasía ni bandera plantada en la arena. Bir Tawil continúa, imperturbable, siendo de nadie.

Por qué importa —aunque parezca que no

A primera vista, podría parecer que un desierto sin dueño no pasa de ser una curiosidad geográfica, un capricho del mapa que apenas interesa a nadie. Pero Bir Tawil es, en realidad, un ejemplo magistral de cómo las fronteras no son dictados de la naturaleza, sino productos del ingenio —y del interés— humano. Son líneas trazadas con escuadra y ambición: políticas, administrativas y, sobre todo, prácticas.

Su existencia sirve además para recordar una lección básica del derecho internacional: no basta con clavar una bandera o proclamarse rey en medio de la nada para crear un Estado. Para eso hacen falta ingredientes más sólidos: una población estable, un gobierno que ejerza control real, la capacidad de mantener relaciones con otros países y, por supuesto, el reconocimiento de la comunidad internacional. Bir Tawil carece de todo ello. No tiene ciudadanos, ni instituciones, ni siquiera un buzón de correos que lo ponga en el mapa diplomático.

Y ahí reside su encanto paradójico. En la distancia entre la fantasía romántica de los exploradores que sueñan con “fundar países” y la realidad jurídica, tan seca y precisa como la arena que cubre ese territorio olvidado. Bir Tawil no enseña historia con fechas, sino con su propia existencia: una lección viva sobre los límites del poder, la ironía de las fronteras y el absurdo de intentar ponerle dueño a un pedazo de viento.


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Fuentes consultadas:

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