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La ocupación británica de las Islas Malvinas en 1833: de Vernet a la HMS Clio

En diciembre de 1832 un buque de guerra británico, la corbeta HMS Clio, apareció en plena inmensidad del mar Argentino, frente a unas ruinas castigadas por el viento conocidas como Puerto Egmont. Allí, entre piedras húmedas y muros que apenas se mantenían en pie, traía una orden tan breve como incendiaria: tomar posesión de las islas Malvinas en nombre del Reino Unido. Tras esa frase de manual se escondían décadas de reclamaciones cruzadas, retiradas apresuradas, placas dejadas como quien marca territorio, gauchos mal remunerados, lobos marinos perseguidos sin piedad y diplomáticos con más discursos que barcos.

Aquel 20 de diciembre no fue el origen del conflicto por las Malvinas, aunque sí un punto de inflexión decisivo. Y, como tantas veces ocurre en la historia, todo comenzó en un lugar que solo inspiraba desaliento.

Un archipiélago demasiado codiciado para quedar desierto

Las Malvinas, o Falkland Islands según quién empuñe el mapa, acumulaban más de medio siglo de idas y venidas de banderas. Francia había levantado un asentamiento en Port Saint Louis en el siglo XVIII. Gran Bretaña respondió creando su propio enclave en Puerto Egmont, en la isla Trinidad, en 1765, intentando consolidar su presencia en el Atlántico Sur.

Aquello derivó en un choque de orgullos imperiales. España, convencida de ejercer autoridad sobre la región, expulsó a los británicos de Puerto Egmont en 1770 tras un incidente que dejó los nervios de punta. Al año siguiente, por mediación diplomática, Londres recuperó el asentamiento, aunque la tregua apenas duró. En 1774, atrapada en problemas mucho más urgentes, la Corona británica retiró a su guarnición.

Pero no se marchó del todo. Dejó detrás una placa proclamando la soberanía británica, un gesto muy propio del siglo XVIII: la guarnición se retira, el fuerte se vacía, pero un trozo de metal queda allí anunciando propiedad eterna.

Desde entonces, la administración efectiva pasó a España, que gobernó las islas desde Buenos Aires mediante una comandancia dependiente del virreinato del Río de la Plata. Cuando tras las guerras de independencia las Provincias Unidas del Río de la Plata se consideraron herederas de esa soberanía, incorporaron las Malvinas sin demasiada discusión.

A partir de ese momento, el archipiélago dejó de ser un punto perdido entre vientos helados y se convirtió en una pieza simbólica de gran valor: para Londres, una reclamación antigua nunca del todo archivada; para Buenos Aires, la prueba de continuidad con la administración española.

Las Provincias Unidas y el experimento de Vernet

En la década de 1820 Buenos Aires, necesitada de ingresos y estructura, vio en las islas un pequeño laboratorio colonial. En 1823 concedió a Luis Vernet, un empresario de origen alemán afincado en el Río de la Plata, derechos de explotación sobre los recursos del archipiélago, en especial el ganado cimarrón y los lobos marinos.

Vernet instaló su proyecto en la Isla Soledad, en el antiguo emplazamiento de Puerto Soledad, que rebautizó como Puerto Luis. Llevó caballos, ovejas y un reducido grupo de gauchos; reparó edificaciones al borde del derrumbe y montó una suerte de estancia expandida, mitad explotación ganadera, mitad intento de colonización. Llegaron familias, se celebraron matrimonios y nació incluso Matilde Vernet y Sáez, considerada la primera niña nacida en las islas bajo autoridad argentina.

Para Buenos Aires, aquello era soberanía en vivo: población estable, control administrativo, un comandante nombrado desde la capital y una comunidad con cierta vida. Para Londres, en cambio, la designación de Vernet como comandante en 1829 fue un desafío directo a un territorio que todavía consideraba propio, aunque hubiera pasado décadas sin enviar allí una guarnición.

El plan de Vernet, además, chocó con intereses muy potentes: los cazadores de lobos marinos, en su mayoría estadounidenses. Cuando la administración local intentó imponer límites y requisó barcos que consideraba infractores, Estados Unidos respondió con contundencia. La corbeta Lexington llegó en 1831, bombardeó instalaciones, detuvo a algunos habitantes y dejó la colonia en ruinas.

Desde entonces, las Malvinas quedaron en una situación frágil: nominalmente bajo autoridad argentina, pero debilitadas, con poco personal, escasos recursos y demasiados visitantes armados.

De Mestivier al caos: un 1832 especialmente turbulento

Tras el golpe sufrido por la colonia, Buenos Aires intentó restablecer la autoridad. En septiembre de 1832 nombró al sargento mayor José Francisco Mestivier como comandante interino de las Malvinas y sus adyacentes. Viajó en la goleta Sarandí, bajo el mando de José María Pinedo, hasta Puerto Soledad.

La misión tenía más voluntad que medios. Había que recomponer la autoridad, reorganizar la colonia y dejar claro que las Malvinas no eran un territorio sin dueño. Sin embargo, la realidad iba por otro lado. La guarnición estaba formada en buena parte por marineros extranjeros poco disciplinados, los gauchos eran reacios a obedecer a oficiales recién llegados y la economía estaba sumida en el caos. Los vales emitidos por Vernet apenas tenían valor y la tensión crecía.

En noviembre de 1832 estalló un motín que acabó con el asesinato de Mestivier. La confusión, el resentimiento y la bebida hicieron el resto. Justo cuando se enterraba al comandante, en despachos muy distantes se tomaba una decisión destinada a cambiarlo todo.

La orden británica: enviar a la HMS Clio a “restablecer”

Al otro lado del océano, el gobierno británico seguía con atención la situación. La noticia del ataque de la Lexington y del estado débil de la colonia alcanzó Londres a principios de 1832. Algunos temían que otra potencia, incluso Estados Unidos, tomara la iniciativa.

El secretario de Asuntos Exteriores, Lord Palmerston, decidió actuar. En agosto de 1832 ordenó al contraalmirante Thomas Baker, responsable de la estación naval de Sudamérica, que enviara un buque para reafirmar la soberanía británica. Se eligió la corbeta HMS Clio, al mando del joven capitán John James Onslow.

Las instrucciones eran claras: si Onslow encontraba fuerzas que considerase intrusas y en inferioridad, debía expulsarlas; si eran superiores, limitarse a protestar, pero dejando constancia de la reclamación británica.

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A ello se sumaba un detalle casi arqueológico: Londres quería recuperar o al menos ubicar la famosa placa dejada en Puerto Egmont en 1774, una reliquia de soberanía en forma de metal oxidado. En ocasiones el imperio también archivaba con piedras y latón.

20 de diciembre de 1832: la Clio entre ruinas

La Clio partió de Río de Janeiro a finales de noviembre y el 20 de diciembre llegó a Puerto Egmont. Allí encontró exactamente lo esperable tras casi sesenta años de abandono: restos de fortificaciones, muros vencidos, bases de piedra y un silencio roto solo por el viento.

No había soldados argentinos ni banderas oficiales. Solo algunos colonos dispersos dedicados al ganado. La tripulación se dedicó a reparar parte del viejo fuerte, adecentar ruinas y colocar un aviso formal de toma de posesión. No restauraron el asentamiento, pero sí sellaron un gesto cargado de simbolismo: enlazar aquella visita con la presencia británica del siglo XVIII.

Para Argentina, ese acto fue el inicio de una usurpación. Para Gran Bretaña, la demostración de que su reclamación tenía raíces antiguas. En ambos casos, el episodio se convirtió en argumento para décadas de controversia.

Mientras los marineros terminaban su peculiar obra de reconstrucción, ya se preparaba el siguiente capítulo.

De Puerto Egmont a Puerto Luis: el choque con la Sarandí

Tras dejar su huella en Puerto Egmont, la Clio navegó hacia la Isla Soledad. El 2 de enero de 1833 Onslow fondeó en Puerto Luis, donde se encontraba la goleta argentina Sarandí y una guarnición en condiciones muy precarias.

Onslow informó al capitán Pinedo de que la bandera argentina sería arriada y reemplazada por la británica, y que la guarnición debía marcharse. Pinedo protestó por escrito, cumpliendo con su deber, pero su situación era insostenible. Una parte considerable de sus tripulantes era de origen británico y se negó a luchar contra su propio país.

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Sin apoyo desde Buenos Aires y ante la superioridad militar británica, Pinedo ordenó la retirada. El 3 de enero de 1833 la bandera argentina fue arriada y se izó la británica. La Sarandí abandonó las islas poco después.

Con ese gesto, la operación iniciada entre ruinas se convirtió en un hecho internacional de consecuencias profundas. Lo que Londres llamaba reafirmación, Buenos Aires lo veía como expulsión.

Invasión, usurpación o reafirmación: batalla de palabras

Desde el primer instante surgieron interpretaciones opuestas. Para los británicos, se trataba de recuperar un derecho antiguo. Para los argentinos, de un acto de fuerza que rompía una continuidad legítima basada en la herencia española y en la administración efectiva de Buenos Aires.

En 1833 el representante argentino en Londres, Manuel Moreno, presentó una protesta detallada recordando los títulos históricos y las decisiones administrativas que consideraban válidas. La respuesta británica insistió en su derecho basado en Puerto Egmont y en la placa dejada en 1774.

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El desencuentro quedó fijado como un diálogo de sordos. Desde entonces, cada detalle de aquellos días se ha utilizado como argumento político, jurídico o emocional a ambos lados del océano.

Restos, placas, gauchos y gobernadores: huellas de un año clave

Hoy todavía pueden verse en Puerto Egmont los cimientos del antiguo asentamiento. En los años noventa se colocó allí una placa moderna que recuerda aquel pasado británico.

Puerto Luis tampoco tuvo un devenir tranquilo. Pocos meses después del cambio de bandera, un grupo de gauchos liderado por Antonio Rivero protagonizó una revuelta que terminó con varios colonos muertos. La colonia quedó prácticamente deshecha y hubo que enviar más barcos para restablecer el orden.

El teniente Henry Smith se convirtió en el primer administrador británico y empezó a reconstruir lo que quedaba, integrando algunas propiedades de Vernet en la administración colonial. Mientras tanto, en Buenos Aires se debatía cómo reaccionar: se descartó la vía militar y se optó por la diplomacia.

En conjunto, aquel diciembre de 1832 en Puerto Egmont tiene un aire de ironía histórica. Unos marineros remendando muros y clavando un aviso desencadenaron un episodio que todavía resuena en reivindicaciones, documentos y mapas. Y todo comenzó en unas ruinas que parecían no importar a nadie.

Vídeo: “MALVINAS ARGENTINAS: LA USURPACIÓN (1833)”

Fuentes consultadas

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