En la larga lista de calamidades que la humanidad ha sido capaz de producir, el naufragio del “Batavia” ocupa un puesto especialmente incómodo: no tanto por el choque contra el arrecife, sino por lo que ocurrió después. Un barco de la potentísima Compañía Holandesa de las Indias Orientales, una travesía en busca de especias, un grupito de islotes desolados frente a la costa australiana y, como ingrediente estrella, un boticario arruinado que descubrió en la desgracia colectiva la ocasión perfecta para convertirse en dictador de chiringuito. El balance final fue demoledor: más de un centenar de muertos, violaciones sistemáticas, asesinatos por capricho y una resistencia que parecía inventada para una novela, pero que resultó trágicamente real.
Ante el lector se despliega una historia que combina navegación, codicia, delirios doctrinales, jerarquías mal llevadas y el clásico “cuando el jefe desaparece, esto se va al garete”, pero en versión extrema.
La VOC, el “Batavia” y una ruta que olía a especias… y a tragedia
A principios del siglo XVII, la Compañía Holandesa de las Indias Orientales era una especie de monstruo empresarial con permiso para emplear cañones si el negocio lo requería. Disponía de su propia flota, sus soldados, sus criados, sus burócratas y un balance de cuentas que perfumaba cualquier despacho con aromas de pimienta, clavo y nuez moscada. Su objetivo era mover especias del sudeste asiático a Europa a través de una ruta larguísima, arriesgada y terriblemente rentable.
El “Batavia” formaba parte de aquel engranaje. Construido en Ámsterdam en 1628, era un mercante enorme: más de 45 metros de eslora, unas 600 toneladas de desplazamiento, más de veinte cañones y, lo que de verdad importaba, cofres repletos de plata y joyas destinados a financiar la compra de especias en Asia.

La travesía hacia la capital colonial, Batavia —la actual Yakarta— seguía la ruta de Brouwer. Los barcos costeaban África hasta el Cabo de Buena Esperanza, giraban hacia el este aprovechando los furiosos vientos de los llamados Rugientes 40 y, cuando el sobrecargo lo estimaba oportuno, viraban al norte hacia Java. Todo muy marinero, salvo por un pequeño detalle: nadie sabía calcular la longitud con precisión. Sin cronómetros adecuados, la posición del barco era más intuición que ciencia. Un error de cálculo de un par de días podía ser la diferencia entre arribar a Java o estamparse contra la costa australiana, que para los europeos de entonces era una especie de “no lugar”.
Con ese margen de incertidumbre, el “Batavia” partió en su viaje inaugural en 1628 con unos 330 o 340 ocupantes. Marineros, soldados, artesanos, mujeres, niños y, en el centro de todo, la tentación en forma de plata bien guardada. Un cofre tan reluciente que habría estimulado al crimen incluso al más honrado.
Un barco lleno de dinero, rencores y egos con mecha corta
La jerarquía a bordo era un poema de papeleo salado. Mandaba el sobrecargo, Francisco Pelsaert, hombre de la VOC y responsable supremo de la carga y las decisiones comerciales. En lo náutico gobernaba el patrón, Ariaen Jacobsz, buen navegante pero con fama de pendenciero y poco amigo de someterse a órdenes que no le cuadraban. La tensión entre ambos venía de lejos, así que el barco zarpó ya con el ambiente cargado.
Y entre los secundarios que terminarían siendo protagonistas, apareció Jeronimus Cornelisz, antiguo boticario caído en desgracia, seducido por ideas heréticas y huido de sus propios problemas judiciales. Un personaje de sonrisa confiada, nula empatía y un resentimiento que podía olerse desde cubierta. Justo el tipo de individuo que no conviene encerrar durante meses en un casco de madera repleto de desconocidos.
Para rematar, viajaba también una pasajera de rango alto y belleza celebrada, Lucretia Jans, acompañada de su criada. No era la típica mujer dispuesta a romances en alta mar, pero su sola presencia despertó celos, rivalidades y obsesiones. El capitán, el sobrecargo y Cornelisz orbitaban alrededor de ella con un entusiasmo que no presagiaba nada bueno.

La vida cotidiana en el barco tenía poco de literaria y mucho de supervivencia. Apretujamiento constante, comida mohosa, olores que harían llorar a un curtidor, agua encharcada, enfermedades merodeando y disciplina inflexible. Incluso los pasajeros distinguidos convivían con ratas, humedad y un temperamento generalizado que mezclaba el aburrimiento, la crispación y la paranoia. Los marineros lavaban la ropa con su propia orina para ahorrar agua dulce. El escorbuto acechaba sin prisa pero sin pausa. Cualquier roce podía estallar en conflicto.
En ese clima espeso, Cornelisz y el capitán concebían un plan: provocar un motín, secuestrar el barco, apoderarse del tesoro y dedicarse a la piratería o a montar un pequeño reino privado en algún rincón del Índico. Para crear tensión, instigaron un ataque contra Lucretia, que apareció en cubierta embadurnada de alquitrán y porquería. Ella no pudo identificar a los agresores, Pelsaert dudó, investigó y, para desesperación de los conspiradores, no castigó a nadie. El motín quedó aplazado, no cancelado.
El naufragio en los Abrolhos: cuando un pequeño error se vuelve mortal
Tras dejar atrás el Cabo de Buena Esperanza, el “Batavia” se separó de la flota, oficialmente para avanzar más rápido. Pelsaert sospechaba que Jacobsz desviaba el rumbo para favorecer el futuro motín. Sea por conspiración o incompetencia, lo cierto es que el barco siguió demasiado hacia el este.
Una noche de junio de 1629, el vigía creyó ver oleaje rompiendo contra rocas. Lo comunicó, pero el capitán consideró que estaban lejos de tierra. Minutos después el barco chocó violentamente contra un arrecife: Morning Reef, en el archipiélago de los Houtman Abrolhos. El casco se abrió, el mercante quedó empotrado en el coral y comenzó el caos. Se cortó el palo mayor, se arrojaron cañones al mar, pero nada funcionó. A la vista sólo había islotes bajísimos, sin árboles, sin agua y con un aspecto que hacía presagiar lo peor.

Con botes pequeños, se evacuó a la mayoría a uno de esos islotes, que más tarde sería bautizado como Beacon Island. Cerca quedaron otros grupos repartidos por islotes vecinos. Unas 300 personas sobrevivieron al naufragio; unas 40 no tuvieron tanta suerte. Pelsaert y el capitán comprendieron enseguida que allí no había agua dulce y que, sin ayuda externa, estaban todos condenados.
Por eso emprendieron una locura: embarcar en el bote largo con una selección de hombres y navegar rumbo a Batavia, casi 2.000 kilómetros por delante. Intentaron antes encontrar agua en la costa continental, sin éxito. En 33 días, milagrosamente, alcanzaron Batavia vivos. Dejaban tras de sí a cientos de personas hacinadas en islotes áridos, con provisiones raquíticas y sin sospechar que lo peor aún estaba por comenzar.
Jeronimus Cornelisz, boticario, iluminado y tirano improvisado
Cuando el pecio terminó de romperse, unos cuarenta hombres murieron ahogados. Entre los que llegaron a tierra firme agarrados a tablones estaba Cornelisz. Sin marinería, sin rango militar, pero como máximo cargo civil de la VOC presente, los náufragos lo aceptaron al principio como líder natural.
Durante unos días mantuvo un aire razonable: inventarios, reparto justo y un intento de organización. Pronto cambió la estrategia y depuró el pequeño consejo que se había formado, reemplazándolo por individuos dóciles. Acaparó armas, embarcaciones y comida. Y una vez con todo bajo control, inició su propio plan de despoblación.
Primero alejó a los elementos más capaces de plantarle cara. Envió a Wiebbe Hayes y sus soldados a un islote lejano con la excusa de buscar agua. Pensaba que morirían allí mismos. Envió a otros grupos bajo pretextos similares.
Pero Hayes encontró agua y alimento. Con su supervivencia quedó claro que la mascarada sensata de Cornelisz terminaba. Ordenó ejecutar a quienes intentaran huir a la isla de Hayes, exigió fidelidad absoluta y fue eliminando a cualquier persona considerada inútil o sospechosa: enfermos, heridos, niños, ancianos. Algunos asesinatos se justificaron con acusaciones ridículas; otros ni eso.
Cornelisz jamás mató con sus propias manos. Intentó envenenar a un bebé, pero al ver que tardaba en morir, ordenó a un secuaz que lo degollara. En paralelo instauró un sistema de violencia sexual sistemática: unas pocas mujeres fueron reservadas para él y sus hombres de confianza, mientras que el resto quedaron a merced de los asesinos.
Hubo familias enteras aniquiladas. Los hijos del predicador del barco fueron asesinados y la hija mayor fue obligada a servir de concubina. En pocas semanas, unos 110 o 125 náufragos perecieron bajo este régimen de terror.
Wiebbe Hayes y la resistencia que nadie esperaba
El contrapunto a esta barbarie lo puso Wiebbe Hayes, aquel soldado enviado a morir discretamente. En lugar de rendirse, halló agua, alimentos y esperanza. Construyó, junto a sus hombres, un campamento organizado en una isla mayor. Al principio ignoraban la magnitud de los crímenes en Beacon Island, pero pronto recibieron fugitivos que narraron lo ocurrido.
Hayes levantó un pequeño fuerte de coral y piedra, improvisó armas y estableció vigilancia continua. Cornelisz, consciente de que la isla albergaba agua y opositores, envió partidas armadas para eliminar a los soldados. Pero sus hombres, malnutridos y confiados en la intimidación, fracasaron una y otra vez.
Desesperado, Cornelisz acudió personalmente con una escolta pequeña para negociar. Hayes lo apresó sin contemplaciones y ejecutó a sus acompañantes. El tirano quedó convertido en prisionero, y sus seguidores, sin su figura central, comenzaron a actuar con más torpeza.
Aun así atacaron el fuerte en un último asalto. Justo cuando la lucha podía decantarse hacia cualquier lado, apareció un barco en el horizonte: el “Sardam”, la ayuda que Pelsaert había prometido. Comenzó entonces una carrera surrealista por llegar primero al navío y contar “su versión”. Hayes ganó, y Pelsaert escuchó horrorizado el relato de la masacre.
Justicia improvisada, horcas en la arena y europeos abandonados a su suerte
El panorama era desolador: cadáveres enterrados sin cuidado, restos del barco diseminados, mujeres en estado de shock y un prisionero que ya no recordaba en nada al subcomerciante respetable que se había embarcado meses atrás. Con el “Sardam” saturado, Pelsaert realizó un juicio sumario en las propias islas.
Hubo interrogatorios con tortura, como imponía la justicia de la época. Cornelisz y varios de sus lugartenientes fueron sentenciados a muerte. Les cortaron las manos antes de ahorcarlos en una isla cercana. Otros fueron ejecutados más tarde en Batavia o sometidos a castigos brutales: azotes, pases bajo el casco del barco o suspensiones breves de la verga para humillarlos.
Dos hombres considerados culpables de delitos menores fueron abandonados en la costa australiana con unas pocas provisiones. Nunca más se supo de ellos. El triste honor de ser los primeros europeos en asentarse en Australia les correspondió así, sin ceremonias ni lápidas.
Hayes y sus soldados fueron recompensados con ascensos y mejoras de salario. No hubo grandes honores, pero sí reconocimiento práctico: habían frenado a un grupo de asesinos casi sin recursos.
De los más de 330 embarcados originalmente, sólo unos 120 llegaron vivos a Batavia. La VOC recuperó la mayor parte de la plata y muchas de las mercancías. El tesoro, una vez más, salió mejor parado que las personas.
El pecio, la arqueología y el resurgir del “Batavia”
La historia del “Batavia” fue diluyéndose con los siglos. Durante el XIX algunos marineros avistaron maderos sospechosos en los Abrolhos y aventuraron que podrían pertenecer a un viejo naufragio holandés. En los años cincuenta del siglo XX, una investigadora defendió que el pecio debía encontrarse en las islas Wallabi. Un pescador lo localizó en 1963.
A partir de los setenta comenzaron excavaciones submarinas extensas. Se recuperaron cañones, anclas, cerámicas, utensilios y parte del casco. Se reconstruyó la sección de popa y hoy puede verse en un museo australiano, imponente, como recordatorio de un capítulo oscuro.
Estudios sobre la madera han permitido rastrear el origen de los árboles empleados para construir el barco. El pecio se ha convertido en un laboratorio arqueológico para comprender tanto la ingeniería naval holandesa como la vida cotidiana de la época.
En los Países Bajos, un equipo de artesanos construyó una réplica del “Batavia” empleando técnicas tradicionales. Botada en 1995, puede visitarse como atracción histórica: una versión amable —y muy fotogénica— de una historia que, en origen, tuvo más sangre que solemnidad.
Cómo se narra un horror: nuevas miradas sobre culpa, hambre y locura colectiva
Durante décadas se señaló a Cornelisz como villano absoluto, una especie de Macbeth tropical con peluca del siglo XVII. Esa imagen, muy cómoda narrativamente, se apoyaba en el informe de Pelsaert y en confesiones obtenidas bajo tortura. El esquema era sencillo: malvado, víctimas, héroes, castigo.
Investigaciones recientes proponen que el desastre también se explicó por el hambre, la desesperación, la lucha por los recursos y la caída total de la autoridad en un entorno extremo. Algunos expertos sostienen que la violencia quizá no estuvo tan planificada desde el primer momento. Otros lo niegan con firmeza, insistiendo en que los actos fueron deliberados y sistemáticos.
Más allá del debate, el caso “Batavia” ha sido reivindicado en la historia australiana como un episodio fundacional alternativo. Antes incluso de la llegada de la Primera Flota británica ya se habían producido naufragios, asesinatos, juicios y abandonos de europeos en su costa.
La arqueología en Beacon Island continúa. Cada nuevo hallazgo humano aporta detalles sobre fosas comunes, enterramientos apresurados y huellas de violencia. No se trata sólo de rescatar piezas bonitas, sino de recomponer, con respeto y cierta inquietud, el retrato de un grupo humano desprovisto de frenos morales.
Y mientras la réplica del “Batavia” recibe visitantes entre maderas lustrosas, en esos islotes azotados por el viento aún se excavan vestigios del lugar donde, durante poco más de cien días de 1629, la vida y la muerte dependieron del capricho de un tirano improvisado y de la resistencia heroica de quienes se negaron a rendirse
Vídeo: “The Batavia: Shipwreck, Mutiny, and Madness”
Fuentes consultadas
- Wikipedia. (s. f.). Batavia (barco). Wikipedia, la enciclopedia libre. https://es.wikipedia.org/wiki/Batavia_(barco)
- Singladuras por la historia naval. (s. f.). El Batavia. Terror y muerte. Singladuras por la historia naval. https://singladuras.jimdofree.com/miscelánea/el-batavia-terror-y-muerte/
- Rilova Jericó, C. (2022, 31 octubre). Una oscura historia marítima: el naufragio del Batavia (29 de octubre de 1628). Correo de la Historia – El Diario Vasco. https://blogs.diariovasco.com/correo-historia/2022/10/31/una-oscura-historia-maritima-el-naufragio-del-batavia-29-de-octubre-de-1628/
- Muñiz, F. (2025, 19 noviembre). Cervantes (Australia): donde un barco perdido inventó un pueblo español a 14.000 kilómetros. El Café de la Historia. https://www.elcafedelahistoria.com/cervantes-australia/
- Camaleon Tours. (2025, 28 octubre). El Batavia, el barco de las pesadillas. Camaleontours. https://www.camaleontours.com/el-batavia-el-barco-de-las-pesadillas/
- Australian National Maritime Museum. (2024, 12 septiembre). The Batavia shipwreck disaster. Australian National Maritime Museum. https://www.sea.museum/en/article/the-batavia-shipwreck-disaster
Escritor, profesor, traductor, divulgador, conferenciante, corrector, periodista, editor.






