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Ramón Fernández-Luna, el “Poirot español” y la llegada de una policía moderna

Anarquistas, bombas y apaches: cuando el país despertó sobresaltado

A finales del siglo XIX, España descubrió de manera brusca que los viejos reglamentos no estaban preparados para una ciudad donde una bomba podía estallar en un teatro, en plena calle o durante una procesión. Barcelona y Madrid vivieron años en los que los titulares olían a pólvora y el vecindario caminaba con un punto de desconfianza que no se quitaba ni con misa dominical. La idea anarquista de la “propaganda por el hecho”, que venía a decir que un atentado explicaba más que cientos de discursos, encontró terreno fértil en la Barcelona industrial, con su mezcla de fábricas, tensiones laborales y una población trabajadora que hervía por dentro.

La serie de atentados que golpeó la ciudad entre 1893 y 1896 dejó claro que la policía seguía pensando en rateros de mercado cuando ya lidiaba con terroristas capaces de fabricar explosivos con precisión casi artesanal. Aquella policía, más acostumbrada a vigilar tahúres que a perseguir bombas, iba siempre un paso por detrás.

A esa tensión se sumó un elemento casi exótico importado desde París: los llamados “apaches”, bandas de matones tatuados que parecían salidos de una novela folletinesca. Violentos, teatrales y muy dados a la autopromoción involuntaria gracias a la prensa, se convirtieron en una especie de advertencia internacional sobre cómo podía evolucionar el hampa urbano. Su fama era tan colorida como inquietante, y no tardó en asomar por los cafés de Barcelona y Madrid.

Entre anarquistas, pistoleros franceses y un clima social cada vez más inflamado, la respuesta policial seguía siendo un híbrido extraño de rutina administrativa, bigotes bien encerados y experimentos científicos mal asimilados. El asesinato de Cánovas en 1897 y la espiral de violencia de principios de siglo acabaron empujando a la cuestión policial al centro del debate político. Era evidente que la represión improvisada no podía sustituir a una modernización profunda.

Lombroso, Bertillon y Olóriz: de la cinta métrica a la lupa

La modernización policial llegó, como suele ocurrir, a medias entre la ciencia y el entusiasmo desbordado. En Europa se imponía la criminología de Cesare Lombroso, convencido de que los delincuentes nacían con una especie de “marca corporal”. Cabezas desproporcionadas, mandíbulas prominentes, orejas raras… una galería fisiognómica que pretendía clasificar a la humanidad con metro y compás. Muchos políticos lo adoptaron encantados: parecía técnico, innovador y de fácil aplicación.

En ese ambiente prosperó el método Bertillon, una mezcla de mediciones óseas, análisis de rasgos físicos y fotografía sistemática. Altura, envergadura y retratos de frente y perfil componían un retrato minucioso del sospechoso. Funcionó durante un tiempo, pero tenía un problema evidente: el ser humano cambia, engorda, crece, se lesiona… y el sistema empezaba a hacer aguas.

El verdadero salto técnico en España lo dio el médico granadino Federico Olóriz Aguilera. Frente a la antropometría, defendió la identificación mediante huellas dactilares, un sistema que pronto se implantó en las policías del país. Clasificó miles de huellas, elaboró métodos propios de organización y logró que España se situara en la vanguardia de un campo que acabaría siendo esencial para la investigación criminal.

La combinación de fotografía, fichas exhaustivas y dactiloscopia cambió por completo la mentalidad policial. La idea del “rostro criminal” empezó a perder peso frente a la prueba material: una huella en una puerta, un papel manchado, un arma abandonada. Ese nuevo escenario permitió que surgieran investigadores con capacidades nuevas, entre ellos un nombre destinado a dejar huella: Ramón Fernández-Luna.

El asesinato de Canalejas y el nacimiento de una nueva policía

El 12 de noviembre de 1912, el asesinato de José Canalejas en plena Puerta del Sol fue un mazazo para el país y una sacudida para el aparato de seguridad. La investigación puso de manifiesto la falta de coordinación, la rigidez de los procedimientos y el atraso respecto a otros países europeos.

La respuesta fue rápida: creación de la Dirección General de Seguridad y reorganización de la policía en ocho brigadas especializadas. Investigación Criminal, Viajeros y Extranjeros, Juego, Vigilancia política… una estructura más moderna que buscaba dejar atrás el modelo de policía “para todo”.

La joya de esta reforma fue la Brigada de Investigación Criminal de Madrid. En su dirección se situó un funcionario con fama de tenaz, observador y dotado de una memoria que parecía no tener fondo: Ramón Fernández-Luna Aguilera, el hombre que la prensa bautizaría como el “Sherlock Holmes español”.

El “brujo” de los bajos fondos

Nacido en Almadén en 1867, Fernández-Luna llegó a Madrid siendo muy joven y entró en el mundo policial casi por vocación natural. Empezó en las oficinas gubernativas, pasó al Cuerpo de Vigilancia y, poco a poco, se ganó fama de investigador meticuloso, siempre más atento a las calles que a los despachos.

Su herramienta más célebre fue un fichero escrito con letra minúscula y densa donde anotaba vidas enteras: alias, costumbres, cicatrices, tatuajes, amistades turbias, amaneramientos y hasta frases típicas de cada delincuente. Aquel cuaderno era, en realidad, un mapa completo del hampa madrileña.

La leyenda sobre su memoria se alimentó pronto. Una vieja prostituta, sorprendida de que supiera hasta el color del mantón que llevaba la noche de un altercado, le llamó “brujo”. Y no era exageración: sabía quién había dormido dónde, quién frecuentaba qué taberna y quién debía dinero a quién. Para muchos delincuentes, era más inquietante que un guardia armado.

Sherlock Holmes español

Fernández-Luna adoptó sin reservas las nuevas técnicas policiales: fotografías sistemáticas, análisis detallado de escenas, uso de huellas, reconstrucciones casi teatrales y hasta disfraces para mezclarse en cafés, salas de baile y tugurios. Se movía con naturalidad entre el policía moderno y el detective literario.

El crimen del capitán Sánchez: el cadáver que bajó por la alcantarilla

En 1913 llegó el caso que consolidó su fama. Rodrigo García Jalón, un viudo acomodado, desapareció de repente. No había carta, no había rastro y, durante unos días, tampoco hubo demasiadas preguntas. Hasta que su hermano acudió a la Brigada.

La pista llevó a una joven, María Luisa Sánchez Noguerol, hija del capitán Manuel Sánchez López. Ella mantenía una relación con el desaparecido; él arrastraba deudas, carácter agrio y un hogar donde la miseria convivía con el juego clandestino.

Un registro en las alcantarillas de la zona reveló restos que parecían humanos. Ese hallazgo justificó entrar en la vivienda del capitán, donde se encontró una escena espeluznante: ropa de la víctima, herramientas manchadas, sangre y más fragmentos humanos. La investigación concluyó que García Jalón había sido descuartizado y que parte del cuerpo había sido arrojado al retrete.

Sherlock Holmes español

El capitán sostuvo su inocencia hasta el final, pero las pruebas fueron contundentes. Fue fusilado el 3 de noviembre de 1913. El caso marcó a la opinión pública y mostró a una policía capaz de reconstruir un crimen complejo incluso sin un cadáver entero.

El Tesoro del Delfín: el museo que perdió joyas sin darse cuenta

En 1918, otra investigación notable cayó en manos de Fernández-Luna: el robo de parte del Tesoro del Delfín en el Museo del Prado. De pronto, faltaban piezas valiosas y otras aparecían dañadas. El retraso en advertirlo decía mucho de los métodos de control del museo.

La investigación no llevó a un ladrón de guante blanco, sino a un funcionario del propio museo, Rafael Coba. Con ayuda de varios empleados y la colaboración de un platero, había ido sacando piezas con una calma pasmosa aprovechando la falta de vigilancia real.

La recuperación del tesoro exigió seguir el rastro de los empeños, visitar talleres y tirar de hilos sueltos. Se recuperó una parte, pero otra se perdió para siempre. El escándalo acabó con la dimisión del director del Prado y dejó claro que un museo de prestigio necesitaba algo más que vitrinas y buenas intenciones.

Fantomas frente al “Sherlock” madrileño

Entre 1905 y 1910, un ladrón elegante y seductor recorría hoteles de lujo de medio mundo. Robaba sin violencia, con precisión y un toque casi teatral. Tenía tantos alias como viajes: Eddy, el Marquesito, Fantomas. Su nombre real era Eduardo Arcos, un español políglota que cambiaba de aspecto con facilidad y usaba el encanto como arma.

Sherlock Holmes español

En 1916, pensando que España sería un refugio cómodo, se instaló en Madrid. Unas pesquisas sobre un negocio de juego torcido atrajeron la atención de Fernández-Luna, que comenzó a cruzar datos con otras ciudades. Pronto quedó claro que aquel caballero amable estaba reclamado en media Europa.

La cooperación entre policías —todavía rudimentaria— permitió identificarlo con certeza. Fue detenido en septiembre de 1916. Incluso protagonizó una breve fuga casi cómica, aprovechando la confusión en el juzgado, aunque pronto volvió a ser apresado. Las pruebas recuperadas no bastaron para atribuirle todos sus robos, pero la publicidad arruinó su carrera: sin anonimato, un ladrón así ya no tenía futuro.

El eco mediático y la construcción del mito

La figura de Fernández-Luna creció no solo por su eficacia, sino por la fascinación que despertaba. Los periódicos adoraban sus investigaciones llenas de detalles, giros inesperados y escenas casi teatrales. Su cuaderno, sus disfraces, sus interrogatorios psicológicos… todo alimentaba la imagen del “detective moderno”.

Sherlock Holmes español

Con el tiempo, su figura saltó de la crónica policial a la literatura, a los estudios sobre criminología y a ese limbo entre realidad y leyenda donde habitan los personajes irresistibles.

Barcelona, el desencanto y la retirada elegante

En 1919 fue destinado a Barcelona, en plena guerra social entre sindicatos y patronos armados. Allí no había margen para la investigación minuciosa: era un escenario de violencia diaria, atentados, atentados frustrados y represión sin matices. Bajo mandos partidarios de la mano dura, Fernández-Luna nunca llegó a sentirse cómodo.

Acabó pidiendo la excedencia y fundó una agencia de detectives que llevó su nombre. Fue un pionero del oficio privado en España, un investigador que prefería la deducción a la porra y que mantuvo su actividad hasta los últimos años.

Ramón Fernández-Luna murió en 1929. Había formado parte del periodo en el que la policía española dio un salto decisivo: del metro y el compás a la huella dactilar; del bigote engominado al archivo bien organizado. Y en ese tránsito, él se convirtió en uno de los rostros más reconocibles y singulares de la investigación criminal en nuestro país.

Vídeo: “El detective Ramón Fernández Luna ‘El Sherlock Holmes español’

Fuentes consultadas

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