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El Milagro de Empel: cuando el hielo salvó a los Tercios

La escena se dibuja sola: diciembre de 1585, un Flandes convertido en una charca helada y hostil, mezcla de barro, hambre y pólvora, donde un puñado de tercios españoles espera el final con una dignidad casi obstinada… hasta que entra en juego alguien que no figuraba en la lista de pagas: la Inmaculada Concepción. Ese episodio, tan insólito como cargado de fe, se conoce desde entonces como el Milagro de Empel.

Lejos de ser una simple anécdota marcial, la batalla de Empel recoge todo aquello que hace tan singular la historia de los tercios: un desastre en ciernes, mandos tenaces, soldados de hierro, una meteorología capaz de lo imposible y un suceso religioso que marcaría para siempre a la Infantería española.

De Flandes al barro: por qué los tercios acaban atrapados en Empel

Para entender el Milagro, antes conviene asomarse al marco en el que se fragua. Flandes, a finales del siglo XVI, era el frente más complicado del imperio de Felipe II: un territorio rico y estratégicamente esencial, pero presa de tensiones religiosas, disputas nobiliarias y un clima político que podía pasar de templado a tempestuoso en cuestión de horas.

Los Países Bajos reconocían al rey español como soberano legítimo, sí, pero aceptaban mal la presión fiscal, peor la imposición religiosa y nada bien la aparición constante de soldados extranjeros. Si a ello se suman los choques con Inglaterra, los corsarios merodeando por la costa y una economía que pendía de un hilo, se entiende que la Guerra de los Ochenta Años fuera un pozo sin fondo para los recursos españoles.

En 1585, el duque de Parma, Alejandro Farnesio, obtiene un triunfo crucial: la rendición de Amberes tras un asedio larguísimo. Sin embargo, la alegría dura poco. Felipe II ordena reducir el ejército para priorizar lo que más tarde sería la expedición contra Inglaterra. Farnesio, convencido de que la victoria en Flandes estaba al alcance de la mano, entiende la medida como un error monumental, pero obedece mientras intenta calmar a sus tropas, hartas de pagas atrasadas.

En esa tesitura se mueve el Tercio Viejo de Zamora, al mando de Francisco Arias de Bobadilla, acompañado de los tercios de Cristóbal de Mondragón y Agustín Íñiguez de Zárate. Unos cinco mil hombres, veteranos y curtidos, reciben la orden de pasar el invierno en la isla de Bommel, entre el Mosa y el Waal, una zona fértil pero poco amistosa. Lo que se esperaba como una mera invernada se transformará en una emboscada perfecta.

La isla de Bommel: una ratonera rodeada de agua y barcos

La estrategia española parecía sensata: ocupar Bommel permitía asegurar las comunicaciones y situarse en una zona relativamente rica sin agotar a las ciudades aliadas. Se cruzó el Mosa con barcazas y pleytas, se ocuparon algunas localidades y se prepararon las defensas para resistir lo que se suponía un invierno duro pero manejable.

Sin embargo, los rebeldes neerlandeses tenían otros planes. El almirante Felipe de Hohenlohe-Neuenstein, conocido por los españoles como Holak, reunió una flota de entre cien y doscientos barcos de fondo plano, ideales para navegar por aquellas aguas poco profundas. Llegó a Bommel el 2 de diciembre con una idea simple y cruel: no combatir a los tercios cara a cara, sino inundarles el suelo bajo los pies.

Para lograrlo, abrieron esclusas y rompieron diques, transformando prados y sendas en un lago frío y hostil. Los tercios de Bobadilla se vieron literalmente entre dos aguas. El barro avanzaba, las posiciones se hundían, los víveres se perdían y cada paso significaba una amenaza. Obligados a retroceder, buscaron refugio en el dique de Empel y en unas pocas isletas donde podían, al menos, resistir con algo de firmeza.

Desde allí soportaron los cañonazos y las burlas de la flota holandesa, que controlaba tiempos, movimientos y suministros. En un gesto casi de teatro macabro, Holak mandó un mensaje ofreciendo rendición y advirtiendo de que, de no aceptarla, morirían como animales, sin posibilidad de defensa. La respuesta de Bobadilla, seca y orgullosa, pasaría a la historia:

«Los infantes españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación después de muertos».

La frase, que hoy arrancaría aplausos, entonces solo confirmaba que la situación tocaba fondo.

Empel: hambre, frío y una tabla enterrada en el barro

Los días entre el 2 y el 7 de diciembre fueron un tormento. El frío calaba hasta los huesos, la lluvia convertía cualquier rincón en fango, la ropa nunca se secaba y la pólvora se guardaba como si se tratara de un tesoro. Los alimentos se agotaban y, con ellos, las fuerzas. Terminaron sacrificando a los caballos para poder seguir en pie.

En medio de esa agonía apareció el elemento que daría la vuelta al relato. El 7 de diciembre, víspera de la fiesta de la Inmaculada Concepción, Bobadilla ordenó excavar nuevas trincheras. Un soldado, mientras hundía las manos en el barro helado, dio con algo duro. No era una piedra. Lo sacó y descubrió una tabla flamenca con la imagen de la Inmaculada Concepción, intacta pese al tiempo y a la humedad, como si alguien la hubiese escondido allí para protegerla de la furia iconoclasta de los calvinistas.

La noticia corrió entre los hombres como un soplo de aire cálido. Bobadilla acudió al punto, reconoció la imagen y ordenó improvisar un pequeño altar con piedras y tierra. Allí colocaron las banderas del tercio y, empapados, ateridos y medio muertos, entonaron la Salve. Para aquellos soldados que habían visto la muerte asomar demasiadas veces, el hallazgo fue una sacudida moral inesperada, casi una promesa de que aún había esperanza para ellos.

La noche imposible: cuando el Mosa decidió congelarse a lo español

Llegó la noche entre el 7 y el 8 de diciembre y los tercios se dispusieron a resistir lo que creían su última vigilia. Habían rezado, se habían confesado y habían recibido la comunión. Nada hacía pensar que el amanecer traería algo distinto a la derrota.

Entonces ocurrió lo impensable.

Un viento gélido comenzó a soplar desde el norte. Las crónicas hablan de un frío repentino, inusual incluso para aquella época climática tan caprichosa. Las aguas que rodeaban el dique empezaron a endurecerse con una rapidez sorprendente, creando una capa de hielo que avanzaba metro a metro.

milagro de empel

Los holandeses, expertos en lidiar con ríos traicioneros, comprendieron el peligro al instante. Una flota atrapada en el hielo es presa fácil. Temiendo quedar inmovilizados, comenzaron a retirarse a toda prisa, rompiendo la superficie helada a golpes.

Mientras tanto, los españoles contemplaban cómo el agua que la víspera marcaba su tumba se convertía en un camino helado. Sin barcos enemigos encima y con un suelo firme, por primera vez en días creyeron posible escapar.

Para unos, aquello fue fruto de la meteorología. Para los tercios, fue un mensaje nítido: la imagen hallada en el barro les había escuchado.

Contraataque sobre hielo y el grito: «Tal parece que Dios es español»

La mañana del 8 de diciembre amaneció con un paisaje irreconocible. Donde antes había un mar interior, ahora se extendía una plataforma helada. Bobadilla y sus capitanes no dudaron: lanzaron un contraataque aprovechando las pleytas, los islotes y el hielo como apoyo.

Tomaron posiciones clave, levantaron piezas de artillería para castigar a los barcos que aún maniobraban y coordinaron el fuego con el tercio de Juan del Águila, que había trasladado artillería pesada para hostigar la retirada neerlandesa.

En medio del caos, varios barcos quedaron atrapados. Cayeron centenares de rebeldes. Y, según la tradición, algunos soldados holandeses exclamarían, asombrados por lo que estaban viendo:

«Tal parece que Dios es español, al obrar tan grande milagro».

Los tercios, lejos de quedar aniquilados, lograron abrir una vía de escape, salvar sus banderas y evacuar a sus heridos. No solo sobrevivieron; convirtieron la mayor emboscada del enemigo en un éxito estratégico y moral.

Milagro, climatología y propaganda: qué se puede decir hoy

El Milagro de Empel fue llamado así desde el mismo momento en que los supervivientes pisaron tierra firme. En una Europa donde fe y guerra caminaban juntas, los hechos encajaban a la perfección en la narrativa católica: Dios había intervenido para rescatar a sus soldados frente a los rebeldes.

Desde un punto de vista contemporáneo, pueden matizarse varias cosas. La helada súbita es compatible con el clima de la época, marcado por inviernos brutales. Es lógico pensar que las aguas poco profundas y el viento helado favorecieron una congelación acelerada.

Pero para un soldado español del XVI, que acababa de rezar ante una tabla recién desenterrada, la explicación era mucho más clara: aquello no era meteorología, era intercesión divina.

Históricamente, Empel puede interpretarse como la suma de varios factores: un error neerlandés al no prever el hielo, la resistencia casi suicida de los tercios, un fenómeno climático extremo y una lectura religiosa que otorgó sentido y unidad a lo vivido.

De Empel a la patrona: la Inmaculada y la Infantería española

Tras salir con vida de aquel infierno helado, Bobadilla impulsó una hermandad dedicada a la Virgen concebida sin mancha, que se extendió rápidamente entre los soldados. La idea caló profundamente: los infantes se reconocían como protegidos de la Inmaculada, y Empel se convirtió en su testimonio.

Con el paso de los siglos, la devoción creció hasta que, en 1854, el papa Pío IX proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción. En 1892, se la declaró oficialmente Patrona del Arma de Infantería del Ejército español.

Hoy, cada 8 de diciembre, las unidades de Infantería recuerdan aquel episodio con actos solemnes, discursos y homenajes. La memoria de Empel sigue viva, no solo en los libros de historia, sino en el sentimiento de un arma que recuerda a unos hombres que, rodeados de agua helada y con una tabla por bandera, decidieron que rendirse no era una opción.

Vídeo: “EL MILAGRO DE EMPEL (La Batalla de Empel)”


Fuentes consultadas

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