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El robo de la Mona Lisa (1911): cómo desapareció la Gioconda y por qué cambió la historia del arte

Desapareció un cuadro y, con él, se desató una fiebre colectiva difícil de reproducir en la era del streaming constante. La Mona Lisa, que hasta entonces vivía una existencia relativamente tranquila en su sala del Louvre, pasó de ser una obra respetada a convertirse en un fenómeno social perseguido por periodistas, policías y parroquianos con ganas de tertulia. El 21 de agosto de 1911 alguien la descolgó con una calma casi ofensiva, y el museo no descubrió su ausencia hasta la mañana siguiente. En cuanto corrió la voz, París hervía: la Gioconda se había ido de paseo sin avisar.

La mañana en que el Louvre se hizo pequeño

La historia apunta una y otra vez en la misma dirección: el ladrón fue Vincenzo Peruggia, un antiguo empleado del museo que conocía el edificio como quien se sabe las curvas de su barrio. Carpintero de oficio, trabajador silencioso y, según parece, con más iniciativa de la esperada, se presentó aquella mañana vestido como cualquier operario. Descolgó la tabla, la liberó de su vitrina y la escondió sin provocar el más mínimo murmullo. Cuando los empleados, ya al día siguiente, repararon en el hueco vacío en la pared, el ladrón llevaba horas fuera del museo. Su hazaña dejó en evidencia una seguridad museística digna de una comedia de enredos.

Los sospechosos improbables: artistas, poetas y rumores sin descanso

La investigación policial, que empezó siendo un procedimiento rutinario, pronto se convirtió en un paseo por la bohemia parisina. Surgieron testimonios contradictorios, declaraciones de dudosa sinceridad y un apetito de la prensa por señalar culpables célebres. Entre los llevados a comisaría aparecieron dos nombres que hoy pueden sorprender: Pablo Picasso y Guillaume Apollinaire. No eran sospechosos del robo de la Mona Lisa, pero sí orbitaban alrededor de una historia paralela: la desaparición de varias esculturas —las célebres cabezas íberas— que habían salido del Louvre por manos ajenas y habían terminado en los círculos artísticos.

La detención de Picasso tuvo poco de dramático. Pasó por un interrogatorio, tuvo que explicar algunas compras comprometidas y quedó en libertad. Su delito no era amar demasiado el arte, sino relacionarse con piezas de origen turbio que circulaban por París en aquel momento. Como buen amigo de Apollinaire, el nombre del pintor salió a flote en cuanto aparecieron objetos del museo en manos privadas. Las esculturas fueron devueltas y el asunto quedó en nada, salvo en las crónicas que aún hoy disfrutan repitiendo la anécdota.

El affaire de las cabezas íberas: un escándalo menor con consecuencias desproporcionadas

Todo comenzó con un personaje secundario, Honoré Géry-Pieret, que se dedicaba a sustraer pequeñas estatuillas del Louvre con la despreocupación de quien entra al súper a por pan. Vendió algunas a amigos o coleccionistas, y así fueron a parar a las manos de Apollinaire y luego a Picasso. Cuando estalló el escándalo, la policía tiró del hilo y encontró un pequeño universo de hurtos bohemios, confidencias a media voz y compras que parecían inocentes hasta que alguien preguntaba de dónde salían las piezas. Entre prensa, sospechas y nervios, ambos artistas fueron interrogados, aunque terminaron libres de toda culpa. Aun así, aquella historia paralela ayudó a que la policía conectara —con más entusiasmo que lógica— el caso de las estatuillas con el monumental robo de la Gioconda.

Vincenzo Peruggia: el ladrón patriota, oportunista o ambas cosas

Mientras París fantaseaba con poetas ladrones y pintores delincuentes, el cuadro descansaba en un armario. Peruggia lo guardó primero en París y, tiempo después, lo trasladó a Italia con el sigilo de quien lleva un tesoro en una caja de herramientas. Su relato posterior hablaba de patriotismo: quería devolver la obra a Italia, ya que Leonardo era italiano y, según él, su cuadro debía regresar a casa. La explicación, tan noble como convenientemente romántica, siempre ha convivido con la posibilidad de que viera una oportunidad y la aprovechara.

Guardó la pintura más de dos años hasta que decidió contactar con marchantes florentinos. Le movía, según contaba, el deseo de reconocimiento; según otros, la esperanza de recibir una recompensa en metálico que nunca llegó. Cuando por fin se identificó la obra, Peruggia fue detenido en Florencia en 1913. La Mona Lisa volvió a Francia revestida de una gloria inesperada. Y el ladrón pasó a la historia como un hombre sin experiencia criminal capaz de ejecutar un golpe majestuoso sin apenas proponérselo.

La prensa y la construcción del mito universal

Antes de desaparecer, la Gioconda tenía admiradores, sí. Pero no movía multitudes. Su robo fue el mejor publicista que jamás tuvo. La prensa se lanzó sobre el caso con un entusiasmo casi infantil. Titulares dramáticos, caricaturas del cuadro en paradero desconocido, crónicas diarias sobre pistas que no llevaban a ninguna parte… La Mona Lisa se convirtió en la protagonista de una novela por entregas que el público seguía con pasión. La fascinación creció hasta extremos desproporcionados. La historia de su desaparición la transformó definitivamente en la obra más famosa del mundo, una celebridad artística cuya fama ya no dependía tanto de Leonardo como del eco mediático que la rodeaba.

Picasso en el carrusel de sospechas

Conviene repetirlo para que quede claro: Picasso no robó la Mona Lisa. No estuvo cerca, ni la tocó, ni la vio de camino al escondite. Su papel en este guion fue circunstancial, casi anecdótico. Apareció en las listas policiales porque frecuentaba círculos donde circulaban objetos procedentes del museo. Su amistad con Apollinaire, mezclada con las estatuillas ibéricas, lo convirtió en un sospechoso de baja intensidad. Para el imaginario público, no obstante, que un artista joven y revolucionario apareciera asociado a un caso tan sonado alimentó la leyenda. La idea del pintor moderno enfrentado a la autoridad era demasiado jugosa para dejarla escapar.

Falsos héroes y teorías de despacho

A la sombra de Peruggia han florecido diversas teorías. La más popular señala a un tal Valfierno, supuesto cerebro maestro que habría organizado el robo para vender copias del cuadro a millonarios confiados. Es un relato fascinante, redondo, cinematográfico… y difícil de demostrar. La frontera entre lo real y lo fabuloso se difumina cuando los cronistas adornan historias con pinceladas épicas. En este caso, el robo de la Mona Lisa ha generado materia más que suficiente para construir novelas enteras. Que parte de estas teorías pertenezca más a la ficción que a la historiografía parece, a estas alturas, casi inevitable.

Consecuencias prácticas: la seguridad museística se pone las pilas

El robo dejó una lección amarga en los pasillos del Louvre y, por extensión, en todos los museos del mundo. La obra colgaba con un sistema frágil y sin ningún tipo de protección significativa. El personal confiaba en la supervisión humana como principal medida de seguridad. Tras el escándalo, la dirección del museo y más tarde otras instituciones comenzaron a reforzar vitrinas, instalar cristales blindados y revisar procedimientos internos. No fue un proceso inmediato, pero sí un punto de inflexión. Desde entonces, la protección del patrimonio dejó de ser un detalle menor para convertirse en un pilar de la gestión museística.

Curiosidades que el relato suele arrinconar

  • El museo tardó más de un día en darse cuenta del robo, un retraso que hoy parece inverosímil pero que entonces entraba dentro de la rutina.
  • Cuando la obra regresó, la gente hacía cola solo para ver de cerca “el cuadro robado”, como si quisiera ver también el eco invisible del delito.
  • La lista de sospechosos inicial fue enorme; hubo empleados, turistas, coleccionistas, artistas y algún que otro oportunista que confesó falsamente.
  • El robo elevó el estatus del cuadro hasta convertirlo en algo más que arte: un símbolo, un fetiche cultural.

La dimensión literaria del escándalo

Que Picasso aparezca brevemente en esta historia no añade culpabilidad, pero sí una deliciosa textura literaria. La imagen del joven pintor, nervioso ante la policía por un asunto que no era suyo, juega a favor del romanticismo artístico. En realidad, todo fue menos glamuroso y más prosaico: coincidencias, amigos que se complican mutuamente la vida y una prensa deseosa de dramatizar. Aquella mezcla fue suficiente para que el episodio quedara fijado en la memoria colectiva como uno de los grandes enredos culturales del siglo XX.


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Fuentes consultadas

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