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Aimo Koivunen: el Forrest Gump de la metanfetamina en la Segunda Guerra Mundial

Finlandia: el frigorífico bélico de Europa

Hablar de la Segunda Guerra Mundial suele evocar playas normandas, desiertos africanos o ciudades arrasadas por bombardeos. Pero en el mapa helado del conflicto existía un escenario que parecía diseñado por un guionista con gusto por lo extremo: Finlandia. La conocida como Guerra de Invierno que tuvo lugar entre 1939 y 1940, los finlandeses tuvieron que vérselas contra la colosal maquinaria soviética a base de esquís, emboscadas en bosques nevados y una resistencia de proporciones sobrehumanas. Y en 1941 se aliaron con la Alemania nazi para ajustar cuentas con su vecino ruso, en la que pasaría a la historia como la Guerra de Continuación.

En aquellas condiciones, más que soldados parecían pingüinos armados hasta los dientes. El invierno finlandés era el enemigo real: temperaturas que convertían el café en granizado antes de llegar a los labios, paisajes donde la vida se escondía y un silencio solo roto por los esquís deslizándose en la nieve. La creatividad para sobrevivir no solo dependía de la estrategia militar, sino también de la química. Y en esa intersección entre frío polar y farmacología se sitúa el episodio más estrafalario de la biografía bélica de Aimo Koivunen.

La aparición de un soldado corriente en una misión nada corriente

Aimo Koivunen era, en principio, un soldado raso más, destinado a tareas de patrulla y reconocimiento. En marzo de 1944, su unidad se vio acorralada por las tropas soviéticas. La persecución era feroz, el cansancio apabullante y la comida, un recuerdo difuso. Entonces, la desesperación abrió la puerta a la improvisación: Koivunen llevaba consigo un frasco de Pervitin, la metanfetamina de diseño que los nazis distribuían generosamente para mantener despiertos y activos a sus soldados.

La intención inicial era pragmática: tomar una pastilla y resistir un poco más. Pero la torpeza, el guante grueso o la ansiedad hicieron de las suyas. De un movimiento mal calculado, el finlandés se tragó no una, ni dos, sino las treinta pastillas destinadas a toda la patrulla. En términos comparativos, fue como pedir un café expresso y recibir directamente la cosecha entera de Colombia en vena.

Viaje alucinógeno sobre esquís

A partir de ese momento, la lógica desapareció del mapa. El cuerpo de Koivunen se convirtió en una máquina de resistencia desbocada, sostenida por un corazón que galopaba a unas 200 pulsaciones por minuto. Durante los días siguientes —algunos relatos hablan de casi dos semanas—, esquió sin descanso por más de 400 kilómetros de tundra y bosque.

La dieta durante este periplo fue digna de un manual de “cocina de circunstancias extremas”. Entre las delicatessen figuran agujas de pino, algún arbusto a medio camino entre vegetal y alucinación, y un arrendajo siberiano que devoró crudo. La fotografía—un soldado con pupilas dilatadas comiéndose un pájaro como si fuese un bocadillo improvisado— tendría su lugar asegurado en la final del Premio Robert Capa.

La química como arma de guerra

El caso de Koivunen no era una anécdota aislada en el gran escenario de la guerra. El consumo de drogas por parte de los ejércitos fue una práctica habitual y sistemática. El Pervitin, sintetizado en Alemania a finales de los años treinta, era visto como un aliado perfecto para sostener el ritmo de la Blitzkrieg. Los informes médicos alemanes lo promocionaban como la “tableta de la victoria”. La Wehrmacht lo distribuyó a millones de soldados y los británicos no se quedaron atrás, recurriendo a las anfetaminas con entusiasmo similar. Churchill llegó a reconocer que aquellos polvos mágicos mantenían al ejército británico “despierto cuando el mundo dormía”.

Para un país pequeño como Finlandia, con recursos escasos y la amenaza soviética en la puerta de casa, la metanfetamina se convirtió en parte del equipo de supervivencia, al mismo nivel que los esquís o las balas. Sin embargo, el episodio de Koivunen fue el ejemplo más caricaturesco de hasta dónde podía llegar la química cuando se juntaba con la desesperación.

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Entre mito, ciencia y resistencia

Lo extraordinario del caso no fue solo la sobredosis, sino el hecho de que sobrevivió. Cuando finalmente fue rescatado, Koivunen pesaba apenas 43 kilos, su cuerpo era un amasijo de huesos y músculos exhaustos, y su corazón seguía latiendo con obstinación. La pregunta flotaba en el aire: ¿era un héroe que desafió la muerte o una víctima de la improvisación más absurda?

A diferencia de otros protagonistas de gestas bélicas, Koivunen no escribió memorias ni reclamó su sitio en la historia oficial. Vivió después de la guerra en un anonimato discreto, marcado por la etiqueta inevitable de “aquel soldado que se tragó todas las pastillas del frasco de golpe”. Su relato se transmitió como una mezcla de moraleja, mito moderno y ejemplo grotesco de lo que la guerra puede provocar en un ser humano común.

El humor negro del absurdo bélico

El episodio de Koivunen nos recuerda que la Segunda Guerra Mundial, además de un escenario trágico, estuvo trufada de absurdos dignos de sátira. Mientras generales discutían estrategias señalando mapas y los gobiernos se aliaban contra y entre sí, en lo más recóndito de los bosques un hombre convertía su cuerpo en un laboratorio ambulante, atravesando kilómetros con el combustible de la metanfetamina e instinto de supervivencia. El resultado convierte a Koivunen en una figura singular de la historia bélica del siglo XX.

La historia de Aimo Koivunen en vídeo


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Fuente: allthatisinteresting

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