La Guerra Fría fue algo parecido a un gran escenario mundial donde se mezclaban los nervios, las intrigas y las ideas más disparatadas, de esas que, explicada hoy en día, suenan más a comedia absurda que a plan serio salido de una oficina de inteligencia. Entre bombas atómicas, carreras espaciales y discursos con amenaza velada, apareció un proyecto que resume como pocos la mezcla de paranoia y exceso de confianza tecnológica: Acoustic Kitty, el intento de la CIA de convertir a un gato doméstico en un agente encubierto de primera fila.
Un contexto que invitaba a la locura
Años sesenta, Washington. Los despachos huelen a café recalentado y miedo a todo lo rojo. La Unión Soviética está en plena efervescencia y la CIA parece que no quiere quedarse atrás en la carrera de la originalidad. Si los soviéticos enviaban perros al espacio, ¿por qué no iban los estadounidenses a convertir a un felino callejero en grabadora andante a su servicio?
Total, el presupuesto de defensa aguantaba lo que le echasen.
La idea no era tan descabellada si uno se pone en la piel de un estratega obsesionado con micrófonos ocultos y cintas magnetofónicas. Un gato pasa inadvertido en cualquier reunión, se cuela entre las piernas de los diplomáticos y, con suerte, nadie sospecharía que ese minino adorable llevaba cosida bajo la piel una mini central de radiofrecuencia. Hasta aquí, bueno, el guion hasta parecía convincente.
Cirugía de espías
El experimento comenzó en un quirófano de un hospital veterinario. Los técnicos de la CIA implantaron micrófonos en el canal auditivo del animal, un transmisor bajo la piel y una antena camuflada en la cola.
El entrenamiento posterior no fue mucho más prometedor. El gato debía aprender a seguir objetivos concretos, obedecer órdenes sutiles y, sobre todo, no distraerse con una bolsa de papel o con el irresistible aroma de un pescado en el mercado. Aquí es donde la teoría se estrelló contra la dura realidad felina: obedecer no está en el diccionario de los gatos.
El debut que acabó en desastre
La anécdota más repetida del proyecto cuenta que, en su primera misión oficial, el gato espía fue liberado en una calle próxima a la embajada soviética en Washington. La idea era simple: acercarse a un par de diplomáticos en conversación y transmitir sus palabras al equipo de escucha. El desenlace, en cambio, rozó lo tragicómico: apenas unos metros después de empezar su recorrido, el animal fue atropellado por un taxi. Fin del operativo. Fin del presupuesto. Y fin del entusiasmo de los lumbreras que habían apostado por la idea.
Este episodio ha quedado envuelto en un halo de misterio burocrático, porque algunos informes posteriores sugieren que el gato sobrevivió al accidente pero no cumplió con la misión, limitándose a vagabundear sin rumbo. En cualquiera de los dos escenarios, la moraleja es la misma: nunca subestimes la capacidad de un gato para ignorar órdenes humanas. De la CIA o del sursum corda.
Dinero, ética y ridiculez
Se calcula que el proyecto costó más de 15 millones de dólares de la época. Lo curioso es que la CIA, lejos de avergonzarse, defendió durante un tiempo que la tecnología desarrollada podría servir para futuras operaciones como si estuviera postulándose a los Premios IG Nobel. Al final, la única utilidad clara fue demostrar que, si se intenta forzar la naturaleza animal, la naturaleza siempre gana. Y más si hablamos de gatos.
El aspecto ético, tan poco considerado entonces, resulta incómodo a ojos actuales. Operar a un gato para convertirlo en espía se interpreta hoy como crueldad con bata blanca. En los años sesenta, sin embargo, se justificaba con el mantra de la seguridad nacional. La ironía es que, tras tanto sufrimiento y dinero, el resultado fue una comedia involuntaria.
El gato como metáfora del espionaje
Acoustic Kitty se ha convertido en un símbolo de las contradicciones de la Guerra Fría. Y es que alguien debería haber previsto que los gatos duermen, cazan, se escapan y, sobre todo, hacen lo que les da la gana. Y esa independencia fue más fuerte que la CIA.
En las memorias de exagentes y en artículos de prensa especializados, el proyecto aparece siempre con un tono entre la vergüenza y la carcajada. Hubo quien lo describió como “la grabadora más cara jamás construida, con patas y bigotes incluidos”. Otros, más sarcásticos, dijeron que la CIA descubrió tarde lo que cualquier niño sabe: que a un gato no se le manda, se le ruega.
En cualquier caso, la leyenda del gato espía sobrevive como una anécdota que mezcla ciencia, arrogancia y comedia negra.Un episodio en el que la CIA quiso controlar lo incontrolable y terminó descubriendo, a la fuerza, que ni la maquinaria de espionaje más avanzada puede con ciertas cosas: como el caprichoso y sagrado derecho de un gato a hacer lo que le da la gana.
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Acoustic Kitty en vídeo
Fuente: Wikipedia
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