Saltar al contenido
INICIO » El viaje del Beagle: la expedición que transformó a Darwin y la ciencia

El viaje del Beagle: la expedición que transformó a Darwin y la ciencia

El 27 de diciembre de 1831, cuando en Inglaterra aún resonaban las sobremesas navideñas, un bergantín discreto, el HMS Beagle, se hacía a la mar desde Plymouth. Entre los pasajeros viajaba un joven cuyo oficio todavía no tenía nombre del todo: un naturalista en ciernes, sin puesto oficial, mareado desde el minuto uno y con más incertidumbres que planes sólidos. Se llamaba Charles Darwin y, pese a lo que suele repetirse, no partió con ninguna teoría bajo el brazo. Buscaba conocimiento, aventura y quizá aclarar un futuro que a esas alturas parecía tan nebuloso como el horizonte invernal. Las ideas llegarían más tarde, empujadas por los mares recorridos y los paisajes observados.

Un imperio con prisas científicas y un barco lleno de propósitos

El viaje del Beagle no nació del romanticismo de un explorador solitario, sino de una maquinaria imperial con un objetivo bastante práctico. Tras las guerras napoleónicas, la Marina británica necesitaba actualizar sus mapas. Las costas de Sudamérica estaban llenas de lagunas cartográficas que complicaban la navegación y amenazaban tanto a mercantes como a buques de guerra. El Beagle debía completar un levantamiento hidrográfico monumental: medir longitudes, revisar costas, dibujar perfiles y, aprovechando el impulso, circunnavegar el planeta recopilando datos cronométricos.

Era un trabajo técnico, preciso y agotador. Nada que ver con la imagen de expedición exótica. La misión requería oficiales disciplinados, marineros resistentes y, si se podía, algún científico que diera lustre a la empresa sin disparar el presupuesto. El capitán Robert FitzRoy, obsesionado con la exactitud y con la ciencia, quería un geólogo o naturalista que embarcase como invitado. Es decir, alguien que aportara prestigio sin costar un penique al Almirantazgo. Ahí encajó Darwin, casi por azar, gracias a la recomendación de su mentor universitario.

Un hijo despistado, un padre escéptico y un tío persuasivo

Darwin tenía 22 años y estudiaba teología en Cambridge, camino de convertirse en un clérigo rural con afición a coleccionar escarabajos. A su padre, un médico acomodado, le desesperaba aquel continuo ir y venir entre la caza, los fósiles y las discusiones científicas. La carta que informaba de la posibilidad de unirse a la expedición le cayó como un jarro de agua fría. Cinco años en un barco era, para él, una temeridad disfrazada de oportunidad.

A Darwin, sin embargo, la idea le sonó a destino. Quería ver los trópicos antes de resignarse a una vida previsible. Su padre dijo que no, rotundo y firme. Y quizá ahí habría terminado todo de no ser por la intervención de su tío Josiah Wedgwood, que escribió una carta desmontando una por una las objeciones. Logró convencer al cabeza de familia de que aquello no era una locura, sino una ocasión extraordinaria. Con el permiso conseguido, Darwin corrió a Londres, compró material, pidió consejos para preservar especímenes, adquirió armas por si surgía algo peligroso o comestible y se preparó para una experiencia que no lograba imaginar del todo.

No embarcó como un miembro más de la tripulación, ni como oficial, sino en un limbo peculiar: invitado del capitán, científico aficionado y cronista improvisado.

Un barco diminuto, muchos mareos y un inicio difícil

Tras varios intentos fallidos por culpa del mal tiempo, el Beagle zarpó finalmente aquel 27 de diciembre. Darwin, que no había pasado mucho tiempo en el mar, descubrió enseguida que su estómago tenía planes divergentes a los suyos. Los primeros días fueron un calvario de mareos, hamaca y cubo, más cerca de la náusea que del entusiasmo científico.

El barco tampoco era precisamente espacioso. Iba cargado de hombres, víveres, instrumental, armas, pólvora y cajas de todos los tamaños. FitzRoy había sacrificado aún más espacio al instalar equipos adicionales para la navegación y la medición del tiempo. Darwin compartía un camarote diminuto con un asistente de topografía. Allí dormía, escribía, clasificaba muestras y, a veces, se preguntaba si había tomado la decisión correcta.

La primera parada importante debía ser en Tenerife, pero la amenaza de cólera les impidió desembarcar. Tuvieron que resignarse a seguir rumbo sin saborear el soñado contacto con los trópicos. Darwin continuó debatiéndose entre el mareo y una determinación creciente por aprovechar cada escala.

El descubrimiento de los trópicos y la herida abierta de la esclavitud

El viaje se volvió luminoso cuando el barco llegó a Cabo Verde y, más tarde, a Brasil. En Bahía, Darwin se encontró con un paisaje que parecía surgir de un sueño exuberante: bosques espesos, colores desbordados, plantas que parecía imposible que existieran y animales que superaban cualquier referencia europea. Su diario se llenó de descripciones casi febriles, como si los sentidos chocaran con una realidad demasiado intensa para ser domesticada.

Pero aquella fascinación tuvo un reverso brutal. En Brasil presenció escenas de esclavitud que le resultaron insoportables. Vio castigos, cadenas y trato inhumano. Y aquello abrió una brecha entre él y FitzRoy, que defendía posturas mucho más complacientes con el sistema. Darwin no se calló, y el desacuerdo marcó una distancia personal que ya no desaparecería.

Mientras el capitán dedicaba sus esfuerzos a las mediciones, Darwin se internaba tierra adentro siempre que podía. Cabalgaba, exploraba, recogía muestras y tomaba notas frenéticamente. Era un recolector compulsivo, de esos que llenan el barco de frascos, piedras, huesos y animales en conserva, para desesperación de quienes tenían que convivir con él.

Patagonia: gauchos, ñandúes y fósiles que contaban historias

Cuando el Beagle llegó a la costa argentina, Darwin descubrió una Patagonia áspera y hermosa. Cabalgó junto a gauchos que le enseñaron usos y destrezas; probó armadillo asado y escuchó historias sobre aves escurridizas. Entre esas criaturas estaban los ñandúes, que resultaron ser de dos tipos: uno grande y común, y otro pequeño y más difícil de encontrar. La anécdota adquirió fama cuando Darwin, tras cazar uno, se dio cuenta de que ya estaba medio cocinado antes de poder examinarlo para la ciencia.

viaje del Beagle

Sin embargo, lo más relevante no fue lo culinario, sino lo geológico. En Punta Alta encontró fósiles gigantes de mamíferos extinguidos, mezclados con conchas marinas en estratos que hablaban de cambios lentos y constantes. Aquellos restos, parientes lejanos de animales actuales, parecían contar una historia de continuidades y transformaciones. Nada de mundos fijos e inmutables. La Tierra, entendió Darwin, había ido cambiando durante eras, y esas criaturas extintas parecían ser capítulos de un relato que seguía en marcha.

Tierra del Fuego: humanidad, prejuicios y un paisaje indomable

En el extremo austral, Darwin vivió una experiencia que le descolocó profundamente. El contraste entre los habitantes originarios, que vivían en condiciones durísimas, y los fueguinos que FitzRoy había llevado a Inglaterra en un intento de “civilización”, le sorprendió. Observó cómo las mismas personas podían adaptarse a entornos radicalmente distintos en muy poco tiempo, y cómo las circunstancias moldeaban habilidades y comportamientos.

El paisaje fueguino tampoco hacía concesiones. El clima era feroz, las tormentas se sucedían y la navegación por los canales requería una energía casi sobrehumana. FitzRoy vivía bajo presión constante y la tripulación avanzaba agotada. Lo que debía ser una expedición científica al uso se parecía más, por momentos, a una campaña de supervivencia sostenida.

Chile, los Andes y la Tierra que se mueve bajo los pies

En 1835, mientras el Beagle continuaba su ruta por la costa chilena, un terremoto sacudió la región. Darwin presenció de primera mano cómo ciudades enteras quedaban arrasadas, cómo el suelo se levantaba metros en cuestión de minutos y cómo el mar retrocedía dejando al descubierto zonas que antes estaban sumergidas. Aquello puso la geología en movimiento literal ante sus ojos.

viaje del Beagle

Después ascendió a los Andes, donde encontró fósiles marinos a alturas que desafiaban la lógica de un planeta estático. Las ideas del geólogo Charles Lyell, que explicaba la historia de la Tierra como una sucesión de cambios lentos y acumulativos, encajaron perfectamente con lo que Darwin veía. La noción de un mundo dinámico tomó forma con fuerza.

Galápagos: un laboratorio silencioso lleno de pistas

El archipiélago de Galápagos se ha convertido en símbolo de revelación, pero lo que Darwin vivió allí fue menos teatral y más gradual. Llegó con la mente ya cargada de observaciones sobre Sudamérica, y las islas no hicieron más que reforzar la sospecha de que las especies no eran tan fijas como sostenía la tradición.

Cada isla era un mundo aparte, con tortugas gigantes de caparazones diferentes, pájaros que variaban de isla en isla y plantas adaptadas a condiciones extremas. Darwin tomó notas, recogió ejemplares y etiquetó algunos con atención, aunque no se dio cuenta de la magnitud de sus hallazgos hasta volver a Inglaterra. Allí, ornitólogos especializados le explicaron que aquellos pajarillos que había tratado casi como variaciones menores eran, en realidad, especies distintas.

No hubo un momento de iluminación instantánea. Lo que hubo fue acumulación de pistas, cada una empujando suavemente en la misma dirección: la vida cambia, se adapta, se separa y se diversifica.

El regreso: fama inesperada y un alud de trabajo

El Beagle llegó de vuelta a Inglaterra en octubre de 1836. Darwin, aún joven pero con experiencia de sobra para tres vidas, se encontró con que sus cajas de especímenes habían despertado entusiasmo entre los científicos. Londres lo recibió como a una promesa brillante.

Se integró rápidamente en los círculos científicos más activos. Colaboró con especialistas que estudiaban sus fósiles, sus aves y sus rocas. Y, al mismo tiempo, se sumergió en la tarea de transformar su diario de viaje en un libro que combinara observación, narración y reflexión. El resultado, publicado en 1839, se convirtió en un éxito y consolidó su reputación.

viaje del Beagle

Mientras tanto, en privado comenzó a llenar cuadernos con ideas sobre cómo podían cambiar las especies. Dibujó su famoso esquema del árbol evolutivo, un tímido “creo” escrito al lado, como si fuera consciente de que estaba explorando un territorio delicado.

Un mensaje que tardó décadas en tomar forma

Aunque el viaje del Beagle encendió la chispa, la teoría de la evolución nació despacio. Darwin tardó más de veinte años en ordenar, contrastar y defender sus ideas antes de publicarlas. La lectura del ensayo de Malthus sobre población le ofreció la clave para entender cómo pequeñas variaciones podían acumularse y convertirse en cambios profundos a lo largo del tiempo.

Cuando finalmente presentó su obra en 1859, el mundo científico encontró una explicación coherente, apoyada en miles de observaciones y en un razonamiento férreo. Y muchas de esas observaciones habían nacido en costas sudamericanas, cordilleras recién alzadas y archipiélagos de apariencia desolada, donde un joven mareado empezó a sospechar que la naturaleza era más dinámica de lo que nadie había imaginado.

Vídeo: “El Viaje Épico de Darwin en el HMS Beagle: La Aventura que Revolucionó la Ciencia”

Fuentes consultadas

Nuevas curiosidades cada semana →

Únete a El Café de la Historia y disfruta una selección semanal de historias curiosas.

Únete a El Café de la Historia y disfruta una selección semanal de historias curiosas.

Enlaces de afiliados / Imágenes de la API para Afiliados/Los precios y la disponibilidad pueden ser distintos a los publicados. En calidad de afiliado a Amazon, obtenemos ingresos por las compras adscritas que cumplen con los requisitos aplicables.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *