El escenario: mares revueltos y neuronas creativas
Principios del siglo XX. El mundo se balanceaba en la cuerda floja de la tensión internacional mientras, en los océanos, los submarinos, esos “monstruos invisibles”, empezaban a aterrorizar a las flotas tradicionales. Alemania jugaba al escondite bajo el agua, Gran Bretaña buscaba contramedidas y la imaginación de algunos oficiales británicos parecía abonada por un fertilizante de lo más peculiar.
Y hablando de fertilizante, Frederick Inglefield, un almirante de la Royal Navy decidió dar a las gaviotas un papel protagonista en la estrategia militar.
Y no es que propusiera usarlas como mensajeras fiables, al estilo de las palomas, sino como bombarderos improvisados cuyo armamento era, digámoslo con elegancia, altamente orgánico.
La idea, al escucharla, tiene ese perfume inconfundible de ocurrencia british de sobremesa después de demasiadas pintas de cerveza tibia. Pero Inglefield lo planteó con toda la seriedad que se le podía exigir a un oficial de carrera: si los periscopios eran los ojos de los submarinos, ¿por qué no cegarlos con una cortina de excrementos?
La biología al servicio de la Royal Navy.
Inglefield y su plan maestro
El razonamiento de Inglefield era magníficamente sencillo, casi ingenuo: entrenar a las gaviotas para asociar los periscopios con comida. Si la gaviota aprende que ese tubo metálico que emerge del agua trae consigo pan, sardinas o cualquier piscolabis apetecible, la repetición haría el resto. Y si además, entre vuelo y picoteo, soltara su particular “regalito aéreo” sobre el cristal del periscopio, miel sobre hojuelas… o, mejor dicho, guano sobre ópticas.

El objetivo parecía ingenioso: dejar momentáneamente “ciegos” a los submarinos alemanes, obligándolos a emerger o retirarse.
La solución suena tan absurda que no es difícil imaginar el momento en que presenta a sus superiores LA IDEA y estos, caída de monóculos incluida, no saben si admirar la creatividad de este excéntrico uniformado o llamar urgentemente a un médico naval especializado en cordura.
Los ensayos: ciencia, graznidos, comedia
Como todo experimento serio, hubo fase práctica. En puertos británicos se instalaron maquetas de periscopios para familiarizar a las gaviotas. La tripulación ofrecía pan y pescado junto al artefacto. Pero aquí es donde la teoría se estrelló contra la realidad: las gaviotas, famosas por su capacidad de robar bocadillos en playas y terrazas, no demostraron el menor interés en seguir el guion militar.
Tenían la atención de un adolescente con un smartphone en la mano y el sentido de la obediencia de un gato. Lo mismo se posaban en el periscopio que decidían acosar al pescadero del puerto. Una disciplina más cercana a la anarquía que al orden marcial.
Los informes de resultados fueron, en el mejor de los casos, ambiguos. Hubo quien juró haber visto a bandadas de gaviotas revoloteando sobre maquetas y soltando sus descargas con precisión sospechosa, aunque quizá lo que realmente ocurrió fue que los marinos, aburridos de la rutina, decidieron darle salsa a la historia para divertirse un poco y, de paso, que acabase ese delirio de los mandos.
De lo que sí hay certeza es que el puerto se convirtió en un espectáculo tragicómico: oficiales intentando instruir aves, marineros doblados de risa como si asistieran a un vodevil gratuito y gaviotas actuando como si todo aquello fuese un bufé libre.
El trasfondo: la obsesión británica con soluciones raras
No se trataba de un caso aislado. La historia militar británica está plagada de ocurrencias extravagantes: desde cañones diseñados para lanzar misiles voladores con alas de tela hasta proyectos que involucraban ratas explosivas. En ese contexto, la idea de Inglefield no desentonaba tanto. La Segunda Guerra Mundial confirmaría esa querencia por lo excéntrico: basta recordar los globos bomba, los barcos camuflados como mercantes o las operaciones con engaños teatrales dignos de un escenario del West End.
Quizá lo más fascinante sea que, en medio de tanta innovación tecnológica, alguien se parara a pensar:
“¿Y si convertimos el tránsito intestinal de las gaviotas en un arma táctica?””
Una frase que, sin duda, merece su lugar en los anales de la historia militar.
Gaviotas: reclutas tan reacios como expertos en el caos
Más allá de lo anecdótico, las gaviotas tienen un talento natural para sembrar el desorden. Son oportunistas, adaptables y lo bastante descaradas como para enfrentarse a humanos en plena playa por una bolsa de Doritos. En ciudades costeras de medio mundo se han convertido en enemigas públicas número uno: capaces de robar patatas fritas de las manos de turistas, abrir bolsas de basura y gritar con un dramatismo digno de tragedia de Eurípides.
Inglefield, en cierto modo, no estaba tan desencaminado: si alguien podía fastidiar a un submarino, eran estas aves. Lo que nunca entendió es que lo harían sólo cuando quisieran y, desde luego, no bajo órdenes humanas.
La cadena de mando de una gaviota se limita a su estómago, y quizá ahí resida su grandeza: ningún almirante, por muy británico y excéntrico que sea, podrá nunca domesticar al auténtico general del caos de los mares, un comandante emplumado que no responde a silbatos ni banderas, sino únicamente al rugido insaciable de sus tripas y a la eterna promesa de un bocado robado al primero que tenga la desgracia de cruzarse en su camino.
Fuentes: Weirduniverse – US Naval Institute – Old Salt
Escritor, profesor, traductor, divulgador, conferenciante, corrector, periodista, editor.