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Francis Wharton: el canadiense que se comió al ciervo… con los dientes del propio ciervo

La historia tiene todo el aire de esas que se cuentan junto al fuego, cuando alguien saca una cerveza y otro, más inspirado o más temerario, decide subir la apuesta con una anécdota capaz de provocar carcajadas o caras de espanto. Francis Wharton, canadiense de los bosques de Columbia Británica y hombre de soluciones tan poco ortodoxas como efectivas, se encontró un día con un problema dental que resolvió con más ingenio que delicadeza: se fabricó unas dentaduras usando los dientes de un ciervo que él mismo había cazado y, para completar la obra, se comió al propio ciervo estrenando su peculiar prótesis.

No es un cuento inventado para amenizar sobremesas; el caso es real y dejó pruebas materiales: unas dentaduras de aspecto toscamente artesanal, una fotografía en la que Wharton muestra orgulloso su sonrisa de venado y, sobre todo, la sensación de que la creatividad humana, cuando se mezcla con necesidad y aislamiento, puede alcanzar niveles de eficiencia tan sorprendentes como inquietantes. Lo interesante de la historia no es el morbo —que lo tiene—, sino el retrato de un hombre que vivía donde el dentista no llega y la higiene moderna se sustituye por ingenio y madera.

¿Quién fue Francis Wharton? El artesano del bosque

Wharton era lo que en la prensa local llamaban un “mago del monte”: un tipo capaz de arreglar lo que fuera con lo que tuviese a mano. En Little Fort, su pequeño rincón de la Columbia Británica, era conocido por fabricar cartuchos, reparar herramientas imposibles y sobrevivir gracias a una mezcla de cabezonería y talento práctico. No se trataba de un excéntrico de feria, sino de un artesano del bosque, de esos que hacen del aislamiento una virtud.

Entender ese perfil ayuda a situar su ocurrencia. No era un sádico ni un bromista morboso, sino alguien con una lógica de supervivencia férrea: si el bosque te da recursos, los aprovechas. Si los dientes son buenos para masticar, da igual quién los haya llevado antes. En su mundo, lo absurdo no era usar dientes de ciervo, sino pagar por una dentadura cuando el material estaba a tiro de rifle.

La prótesis: materia, método y mecánica

La parte más impresionante —y algo escalofriante— del asunto es el proceso. Wharton no se limitó a arrancar los dientes del ciervo y pegarlos sin más. Los seleccionó con esmero: incisivos, caninos y premolares, los limó, los ajustó y los montó sobre una base que moldeó con Plastic Wood, una masilla para madera que cualquiera en Canadá habría tenido en su cobertizo. Para fijar las piezas, empleó cemento doméstico. El resultado fue una dentadura superior rudimentaria pero funcional.

Un conservador del Museum of Health Care en Kingston, donde hoy se conservan las prótesis, las describió como “flojas, oscuras y sucias”. Sin embargo, el artefacto funcionaba: Wharton masticó carne de venado con ellas y, según algunos testimonios, también de oso. Era una obra maestra de la autosuficiencia… y una pesadilla para cualquier dentista.

Desde una perspectiva sanitaria, el procedimiento es una ruleta rusa: posible infección, mordida irregular y una durabilidad que dependía tanto de la suerte como del esmalte del ciervo. Pero, en términos históricos, la dentadura se ha convertido en un objeto fascinante: una cápsula del tiempo que cuenta cómo sobrevivía la gente sin clínicas, anestesia ni revisiones periódicas.

El banquete: comerse al ciervo con sus propios dientes

El punto culminante de esta epopeya rural llega cuando Wharton, con su nueva sonrisa de caza, decide probarla devorando al mismo ciervo del que extrajo los dientes. La escena —un hombre masticando carne de venado con los dientes del propio animal— tiene algo de metáfora darwiniana y bastante de humor negro. Los periódicos que recogieron la historia afirmaban que las prótesis duraron varios años, hasta que un trozo de carne especialmente dura partió una pieza.

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En los círculos de cazadores, la anécdota circula como una fábula sobre el ingenio del hombre del bosque. Lo que para algunos es un acto grotesco, para otros representa una coherencia admirable: cazar, aprovechar todo el animal y no depender de nadie. Si el ciervo sirve de alimento, abrigo y dentadura, no se desperdicia ni la ironía.

Contexto histórico y cultural: por qué no era una locura del todo

Juzgar a Wharton desde la comodidad de una ciudad con clínicas dentales cada dos manzanas sería injusto. En la segunda mitad del siglo XX, buena parte del interior canadiense seguía siendo territorio de supervivencia. En ese entorno, el “hazlo tú mismo” no era un hobby, sino un modo de seguir vivo. Y aunque hoy suene inverosímil, usar dientes ajenos —incluso humanos— para fabricar prótesis tiene antecedentes en distintas épocas. Lo de Wharton, en realidad, fue una versión rústica y un poco macabra de una práctica bastante antigua.

También hay que entender el componente cultural. La figura del cazador autosuficiente, capaz de arreglárselas sin ayuda del Estado ni del vecino, forma parte del ADN canadiense y norteamericano. En esa mitología de la frontera, Wharton aparece como el héroe que lleva la autosuficiencia hasta sus últimas consecuencias. Su dentadura de ciervo es la versión dental del “no desperdicies nada”: un homenaje extremo a la eficiencia natural.

La pieza en el museo: medicina popular en vitrina

Las dentaduras de Wharton terminaron, cómo no, en un museo. No como una excentricidad de feria, sino como un testimonio etnográfico. El Museum of Health Care en Kingston las conserva y las muestra como ejemplo de medicina popular y creatividad aplicada a la necesidad. Los visitantes se detienen ante ellas con una mezcla de horror y fascinación, y es que pocas piezas condensan tan bien la frontera entre la necesidad y la locura lúcida.

Francis Wharton

El conservador del museo lo explicó con precisión: lo interesante no es el objeto en sí, sino las preguntas que plantea. ¿Qué tipo de vida te lleva a fabricar algo así? ¿Qué nivel de aislamiento o de obstinación hace que la idea parezca sensata? Más que una prótesis, es una ventana a una mentalidad donde la salud era cuestión de ingenio y valentía, no de cita previa.

Cuando la necesidad se convierte en invento

Wharton no fue el primero en improvisar con dientes. En la historia de la odontología abundan los casos de sustituciones con piezas de animales, huesos tallados o incluso dientes humanos comprados en mercados. Los soldados en el frente fabricaban dentaduras con metal de cartuchos; los colonos, con trozos de cuero o hueso. La diferencia está en el grado de literalidad del canadiense: usar los dientes del mismo animal que luego te comes convierte una simple reparación dental en una especie de ritual de simbiosis.

Su gesto recuerda al herrero que fabrica una herramienta con el hierro del enemigo vencido o al marinero que repara su barco con la madera del naufragio. En ambos casos hay algo de poesía salvaje: la vida devorando a la vida, la materia reciclándose a sí misma. Wharton, sin saberlo, dejó un relato tan brutal como coherente.

Lo que enseña esta historia

Primero, que la autosuficiencia puede ser heroica o temeraria, según se mire. Su prótesis funcionó, sí, pero también pudo haberle costado una infección monumental. Segundo, que detrás de las anécdotas grotescas suele esconderse una realidad social: la falta de acceso a servicios básicos, la precariedad, la cultura de “apañarse como sea”. Y tercero, que la historia de la medicina no solo se cuenta con bisturíes y batas blancas, sino también con clavos, pegamento y madera.

La dentadura de Wharton no es una apología del bricolaje bucal, sino una lección de ingenio en condiciones extremas. Es el recordatorio de que, cuando el sistema falla, el ser humano improvisa. A veces mal, a veces bien, pero siempre con un punto de genialidad.

Francis Wharton dejó tras de sí un legado tan raro como inolvidable: una prótesis imposible, una sonrisa de ciervo y una historia que se niega a morir. Algunos lo verán como un visionario del reciclaje; otros, como un loco entrañable. Pero todos coincidirán en que su dentadura es algo más que una curiosidad macabra: es un pequeño monumento a la imaginación y al “apaño” que ha permitido a la humanidad salir del paso desde que un trozo de piedra se convirtió en cuchillo.

El canadiense que se comió al ciervo con los dientes del propio ciervo no solo fabricó una prótesis: fabricó una leyenda, y de las que dejan marca… aunque sea de mordisco


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