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Día de los Santos Inocentes: origen, significado, inocentadas y fiestas

El Día de los Santos Inocentes posee una ironía que la historia mundial ha aceptado con sorprendente naturalidad: una conmemoración nacida de una matanza terminó convertida en jornada de monigotes recortados, titulares increíbles y bromas a traición. Todo empezó con un rey dominado por sus propios fantasmas, Herodes el Grande, y desemboca hoy en el inevitable “has picado, inocente”. Entre un extremo y otro caben siglos de tradiciones, devociones, teatro popular y un humor negro muy acorde con el calendario hispano.

Origen bíblico: una matanza para evitar un nacimiento incómodo

El único evangelio que se atreve a narrar el episodio es el de Mateo. Cuenta cómo unos magos llegados de Oriente informan a Herodes de que ha nacido un “rey de los judíos”. Para un monarca obsesionado con conservar el trono, aquello sonaba a aviso de desalojo. La sospecha se convierte pronto en miedo, y el miedo, en violencia.

Al sentirse burlado por los magos, que no regresan para darle más información, Herodes opta por una solución tan drástica como poco fina: si no se puede identificar a un solo niño, se eliminan todos los varones menores de dos años en Belén y en sus alrededores. Una forma bastante directa de asegurarse de que no le crezcan rivales.

La tradición cristiana considera a esos pequeños como los primeros mártires. Ni sabían hablar ni tenían conciencia de fe, pero murieron “por causa de Cristo” sin quererlo ni saberlo. Esa falta absoluta de capacidad para el pecado alimentó, durante siglos, el carácter trágico y sagrado del episodio.

Mateo, además, enlaza la masacre con el lamento de Raquel en el libro de Jeremías, donde se describe a una madre que llora por sus hijos perdidos. El evangelista utiliza ese eco antiguo para reforzar la idea de que Israel revive sus dolores en torno a la figura del niño Jesús.

Herodes el Grande: política dura, intrigas familiares y un reino diminuto

Para comprender el contexto conviene detenerse un momento en la figura de Herodes. Los cronistas antiguos, entre ellos Flavio Josefo, lo describen como un gobernante capaz y decidido, pero sumamente desconfiado y violento. No dudó en ordenar la muerte de varios de sus propios hijos cuando creyó que conspiraban contra él. Esa tendencia a resolver conflictos familiares a golpe de sentencia no casa mal con la posibilidad de una matanza en un pueblo pequeño.

Ahora bien, Josefo no menciona la muerte de los niños de Belén. Ese silencio alimenta la hipótesis de que el episodio pueda tener un carácter simbólico más que histórico. Otros historiadores, en cambio, recuerdan que Belén era poco más que una aldea y que el número de niños afectados habría sido tan reducido que la crónica oficial quizá ni lo consideró relevante.

De un modo u otro, lo interesante está en el debate que se abre. La fe se centra en el mensaje que transmite el relato: el poder reaccionando con violencia ante cualquier amenaza, incluso un recién nacido. La historia, por su parte, se mueve en el terreno del “pudo ser”, sin pruebas definitivas. Y, por extraño que parezca, ambos enfoques conviven sin pisarse.

Lo cierto es que la personalidad de Herodes encaja bien con la escena. Un rey temeroso, celoso del trono, gobernante de un territorio sujeto a Roma y con la paranoia suficiente como para actuar antes de pensar. A veces la historia no necesita demasiada imaginación para construir sus villanos.

De tragedia a fiesta: cómo una matanza acaba en día de bromas

Con el tiempo, la memoria de la masacre empezó a convivir con las festividades invernales heredadas del mundo romano, como las Saturnales, famosas por invertir el orden social durante unos días. Esclavos burlándose de sus amos, comidas excesivas, máscaras, risas y un mundo del revés que servía para descargar tensiones. Aquello era una válvula de escape colectiva, algo así como un permiso para la irreverencia antes de volver a la dura normalidad.

Durante la Edad Media occidental se consolidó esa mezcla tan humana como contradictoria: el recuerdo de los niños asesinados coexistía con celebraciones llenas de sátira, desparpajo y licencia controlada. En Francia floreció la llamada “fiesta de los locos”, que convertía las iglesias en escenarios de parodia. Clérigos jóvenes imitaban a sus superiores, cantaban y bailaban con cierta insolencia e incluso elegían un “papa de los locos” que, durante unas horas, representaba la burla del poder eclesiástico.

Todo seguía el mismo patrón. La sociedad, tan marcada por normas rígidas, se permitía un respiro ritual. El luto seguía en los textos y la memoria, pero la celebración añadía un toque irreverente que ayudaba a pasar el invierno.

De esas prácticas surgió la costumbre de gastar inocentadas. La referencia religiosa se mantuvo, aunque suavizada, mientras el tono se volvió más travieso. La solemnidad dio paso a la broma familiar, a las pequeñas trampas entre amigos y, más tarde, al titular improbable que aparece cada 28 de diciembre en muchos medios de comunicación.

Un día de fiesta dentro de la Navidad

Dentro del calendario católico, el Día de los Santos Inocentes se celebra el 28 de diciembre. Forma parte de la octava de Navidad y se sitúa justo después de san Esteban y san Juan. La tradición teológica ha visto en esa sucesión un ejemplo de los tres tipos de martirio: el que entrega su vida conscientemente, el que se mantiene fiel sin llegar a morir y el que sufre la violencia sin tener opción alguna.

La fecha, aun así, no responde a un criterio histórico. El propio Evangelio de Mateo sitúa la matanza después de la visita de los magos, lo que podría situar el suceso más cerca de la Epifanía. Pero la liturgia, más interesada en el simbolismo que en la cronología exacta, fijó el día dentro de la secuencia navideña y ahí se ha mantenido.

Otras tradiciones cristianas optaron por fechas distintas, como el 27, el 29 de diciembre o el 8 de enero. Detalles que dicen poco al gran público, pero reflejan bien el carácter ritual de esta jornada.

Inocentadas en España: del monigote a la noticia imposible

En España, el Día de los Santos Inocentes es hoy sinónimo de broma. En cuanto uno abre un periódico o enciende la radio ese día, su instinto debería activar una alarma suave. Siempre hay algún redactor dispuesto a colar una noticia imaginativa, redactada con solemnidad absoluta, que termina con el lector mordiéndose los labios al descubrir la trampa.

La broma clásica, sin embargo, es mucho más modesta: el monigote de papel colgado en la espalda. Un recorte con forma de persona, pegado discretamente, que provoca carcajadas cuando la víctima lo descubre por fin. La escena se repite en colegios, oficinas, pandillas de amigos y familias con un entusiasmo casi antropológico.

En regiones como Cataluña o la Comunidad Valenciana, el monigote recibe el nombre de llufa. Colgar una llufa es casi un deporte, con variantes que van desde el dibujo cuidado hasta el recorte improvisado con mala puntería. Lo esencial es la complicidad de la víctima y la satisfacción colectiva cuando la broma por fin sale a la luz.

Los medios, por su parte, han convertido el 28 de diciembre en un pequeño laboratorio de inteligencia humorística. Algunas inocentadas publicadas en periódicos hace décadas siguen recordándose como obras maestras de la imaginación. Hoy, con la sobreabundancia de bulos, distinguir entre broma y realidad es, a veces, un desafío mayor de lo deseado.

Fiestas populares: obispillos, locos y batallas de harina

Además de las bromas privadas, esta jornada mantiene vivas varias celebraciones populares cargadas de simbolismo. La tradición del obispillo, muy presente en ciudades castellanas, colocaba a un niño de la escolanía al frente de la catedral durante un día. Con mitra y báculo, presidía una procesión, bendecía en tono burlesco y disfrutaba de un fugaz poder ceremonial. Una forma de reírse de la jerarquía, siempre dentro de un marco ritual permitido.

Algo parecido ocurre con otras fiestas de inversión social que sobrevivieron durante siglos, donde personajes de rango bajo imitaban a autoridades sin temor a represalias. Todo se explicaba como un desahogo puntual antes de devolver el mundo a su orden natural.

En Ibi, en la provincia de Alicante, este espíritu toma una forma mucho más espectacular. Los Enfarinats escenifican cada 28 de diciembre un “golpe de Estado” festivo en el que la harina, los huevos y los petardos son munición legítima. Las calles acaban cubiertas de blanco, los participantes lucen como si hubieran sobrevivido a una tormenta de cocina y la recaudación simbólica se destina a obras sociales. Una farsa ruidosa, pero cargada de tradición.

Un día que cruza fronteras: de la broma al recuerdo doloroso

Buena parte de los países hispanoamericanos celebra también inocentadas el 28 de diciembre. El mecanismo es similar: un engaño ingenioso, una víctima confiada y una revelación final que desata risas. Cada región añade sus matices, a veces con expresiones propias y pequeños rituales locales.

No obstante, hay lugares donde la fecha se ha cargado de un significado más serio. Asociaciones y colectivos la emplean para recordar a los menores víctimas de guerras, abusos o injusticias recientes, conectando el eco bíblico con problemas muy presentes. Así, el día combina humor y denuncia, mostrando que las tradiciones pueden adaptarse a los tiempos sin perder su raíz.

En otros países del mundo, aunque la referencia religiosa se pierde, existen festividades que funcionan como primos lejanos de este día. Es el caso del primero de abril anglosajón o del “pez de abril” francés, ambos dedicados a inocentadas laicas. La humanidad parece necesitar una jornada en la que hacerse trampas de manera oficial.

Entre la risa y la memoria

El Día de los Santos Inocentes ha terminado convertido en una mezcla fascinante de dolor antiguo y humor contemporáneo. Por un lado, recuerda un episodio oscuro de violencia contra la infancia. Por otro, alimenta la risa cómplice de quienes se ponen monigotes en la espalda, inventan noticias imposibles o se marcan bromas que solo funcionan un día al año.

Quien se detiene un momento descubre que cada inocentada arrastra una historia sorprendentemente larga, tejida con miedo al poder, liturgia medieval, harina voladora y la eterna necesidad humana de reírse hasta de lo más serio. Una tradición que, con todos sus matices, sigue viva porque combina la memoria y el humor en una fórmula difícil de mejorar.

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Fuentes consultadas

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