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El coñac más caro del mundo: Clos de Griffier 1788 y su trágica caída

Una noche londinense y un tropiezo que valió una fortuna

Julio de 2012 dejó una de esas escenas que podrían pertenecer tanto a una novela de humor británico como a un informe policial sobre patrimonio líquido maltratado. En una sala privada de Londres, una botella de Clos de Griffier Vieux 1788 —un superviviente de antes de que la guillotina calentara motores en Francia— avanzó solemnemente hacia una mesa, flanqueada como si fuese un dignatario extranjero. Un cliente la sostuvo, dudó un segundo, y el destino, siempre tan travieso, decidió que aquel vidrio centenario conociera por fin el suelo.

El estallido fue seco, definitivo, sin espacio para el suspense. Las astillas volaron como si la historia misma hubiera decidido hacerse añicos. La botella, valorada en torno a £50.000, dejó de existir en cuestión de un parpadeos torpes. La escena fue tan absurda como dolorosa, y en cuanto la noticia escapó del local, los medios se apresuraron a elegir bando: tragedia cultural para unos, comedia negra para otros. Lo incuestionable es que aquel no era un coñac cualquiera: era un testigo de siglo y medio de guerras, cambios dinásticos y modas que iban y venían, encerrado en un recipiente que había logrado sobrevivir hasta que un dedo poco firme decidió lo contrario.

¿Qué se perdió realmente cuando el cristal cedió?

El Clos de Griffier de 1788 pertenece a esa categoría de licores que, más que vinos destilados, parecen cápsulas del tiempo. Su año de origen, tan cercano a un terremoto histórico, lo convierte en una pieza casi museística. No hay forma de reemplazar un líquido que pasó más de doscientos años dormitando en barricas que ya ni existen; no se puede replicar ese sabor, ni imitar la carga simbólica que arrastra.

Durante décadas, casas de subastas como Christie’s habían documentado y vendido botellas similares, auténticas reliquias que cruzaban océanos como si fueran embajadores de un pasado irrecuperable. Aquella botella caída no era un espectáculo caro; era la evidencia líquida de un mundo desaparecido.

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La prensa, siempre ansiosa por adornar el drama con cifras redondas, repitió la misma cantidad como un mantra —las famosas £50.000— y alimentó titulares grandilocuentes. Pero, entre líneas, lo que se desprendía era otra reflexión: la fragilidad con la que, en pleno siglo XXI, se tratan objetos cuya supervivencia ha dependido durante siglos de manos algo más cuidadosas.

El cóctel que nunca vio la luz

La historia se vuelve aún más pintoresca cuando se recuerda el motivo de la presencia del preciado coñac en aquella mesa. El escenario era el legendario Playboy Club de Londres, y la intención no era degustar el Clos de Griffier a sorbos recitados: el reputado mixólogo Salvatore Calabrese pretendía utilizarlo para crear el cóctel más caro del mundo.

La receta reunía ingredientes dignos de una subasta más que de una barra: 40 ml del venerable coñac, otros licores centenarios y un par de amargos tan antiguos que podrían haber sido prescritos por médicos victorianos. Todo preparado para impresionar al jurado de Guinness y grabar el nombre del bartender en el libro de los récords.

Sin embargo, el destino tenía sus propios planes, más inclinados hacia la sátira que hacia la gloria. En lugar del cóctel más caro del mundo, el club obtuvo el estallido más caro de su historia. Y la mesa, que debía ser el altar de un récord, terminó convertida en un pequeño cementerio de vidrio.

El episodio dejó una enseñanza casi moralista, envuelta en humor involuntario: para manejar tesoros líquidos, más vale disponer de un buen seguro y de un par de manos firmes, preferiblemente no atemorizadas por la posibilidad de romper algo que cuesta más que un coche nuevo.

El eco de las subastas y la fiebre por las reliquias espirituosas

Lejos de apagar el interés por los coñacs añejos, el incidente actuó como chispa. Coleccionistas de medio mundo volvieron su atención hacia las botellas supervivientes del siglo XVIII, y pronto se vieron subastas donde otras añadas similares del Clos de Griffier —o de la misma época— cambiaban de manos por cifras que, aunque menos llamativas que la malograda botella londinense, demostraban que la fascinación por estos destilados históricos estaba más viva que nunca.

Algunos coleccionistas reunían auténticos ejércitos de botellas antiguas, como si quisieran protegerlas del destino que la torpeza ajena había decretado para su hermana caída. Christie’s, mientras tanto, continuaba anunciando la existencia de nuevas piezas en sus catálogos, confirmando que, aunque raras, aún quedaban algunas supervivientes del XVIII pululando por vitrinas privadas.

La historia del Clos de Griffier que no llegó a ser bebido terminó convertida en una parábola moderna: incluso el licor más venerado puede caer sin ceremonia; incluso el récord más deseado puede truncarse por un gesto tan torpe como humano; y la historia, siempre caprichosa, tiene un talento especial para quebrarse donde menos se espera.


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