Corría el sofocante verano de 1968 y China, atrapada en el vértigo ideológico y la paranoia colectiva de la Revolución Cultural, parecía haber extraviado el sentido común en alguna página del Libro Rojo. En medio de aquel caos donde las consignas pesaban más que los hechos y la lógica se derretía al sol, emergió un protagonista insólito, casi ridículo y a la vez sublime: el mango. No, no, no… un momento… no nos estamos refiriendo a un símbolo metafórico del proletariado ni una sigla revolucionaria disfrazada de fruta exótica.
Estamos hablando de un mango de verdad. De los que se pelan. De los que se comen.
Amarillo como el oro, carnoso, traído de tierras lejanas y, por supuesto, profundamente incomprendido por la mayoría de los chinos del norte, que jamás habían visto semejante rareza tropical.
Una ofrenda tropical con aroma a propaganda
Todo comenzó cuando Mao Zedong, siempre proclive a encontrar simbolismo incluso en el contenido de una cesta de frutas, recibió un presente tan exótico como inesperado: una caja de mangos enviada por el ministro de Asuntos Exteriores de Pakistán. Aquellos frutos, llegados desde las exuberantes tierras del sur de Asia, brillaban como pequeñas esferas de sol, un lujo casi inconcebible en la China austera y colectivizada de finales de los sesenta.
Pero en lugar de hincarles el diente —una tentación humana, aunque poco acorde con el aura casi divina que el Gran Timonel cultivaba—, Mao decidió elevarlos al rango de símbolo. En un gesto de aparente generosidad y muy calculado efecto político, envió los mangos como muestra de gratitud a un grupo de obreros que acababan de sofocar una revuelta universitaria en la Universidad de Qinghua, donde los estudiantes se habían vuelto más revoltosos que revolucionarios.

Y ahí estalló la fiebre. Los mangos llegaron a Pekín en una caravana digna de una ópera épica: camiones engalanados, estandartes ondeando, y un fervor popular que mezclaba devoción religiosa con euforia patriótica. La multitud los recibió con vítores, lágrimas y un respeto casi litúrgico, como si el mismísimo Mao se hubiera encarnado en forma de fruta tropical. Aquella noche, los obreros, extasiados, se reunieron en torno a los mangos como si asistieran a un milagro. Los miraron durante horas, los olieron con veneración, los acariciaron con la delicadeza con que se toca una reliquia. Más que fruta, parecían contemplar una aparición celestial con pulpa y hueso: la nueva hostia del socialismo chino.
Mango de cera, agua bendita de fruta y otras liturgias maoístas
Como comer el mango habría sido un sacrilegio, se optó por preservarlo con la solemnidad de quien embalsama un faraón. Uno de ellos acabó flotando en formol, digno de vitrina museística, como un santo tropical sumergido en líquido sagrado. Otros fueron moldeados en cera, convertidos en copias oficiales de la fruta sagrada y distribuidos por fábricas y comités locales, donde se veneraban con incienso ideológico y reverencias proletarias. En Shanghái, la cosa alcanzó niveles de opereta: un único mango —sí, un solitario mango— fue trasladado en avión, recibido con música marcial, desfiles, banderas rojas y consignas coreadas como si el objeto llevara dentro la mismísima esencia de Mao Zedong.

Pero los milagros, y más si son frutas, se estropean. Cuando uno de aquellos mangos comenzó a pudrirse —inevitable destino de todo mango, por muy revolucionario que sea—, alguien tuvo la inspirada idea de hervirlo. El agua resultante, amarillenta y cargada de misticismo, se distribuyó entre los obreros en una especie de comunión maoísta. Cucharadita a cucharadita, cada uno sorbía su parte del elixir sagrado con gesto solemne, convencido de participar en algo que trascendía lo terrenal. Nadie preguntó por la higiene, claro. En la China de 1968, la fe era más fuerte que el formol.
A palos por una fotocopia
Mientras tanto, a cientos de kilómetros de allí, en la provincia montañosa de Guizhou, el fervor alcanzó cotas de tragicomedia. En aquel lugar remoto, donde nadie había visto un mango ni en sueños, se desató una auténtica batalla campal por la posesión de una simple fotocopia en blanco y negro del fruto sagrado. Sin aroma, sin pulpa, sin nada que recordar a la realidad tropical: solo una mancha borrosa en papel. Y aun así, bastó esa imagen granulada para encender la mecha. Campesinos armados con palos y azadas se enzarzaron por la reliquia impresa como si disputaran el Santo Grial con sombrero de paja y devoción medieval.
El mango, que en esencia era apenas una fruta, había dejado de serlo por completo. Se convirtió en dogma, en fetiche, en ideología destilada con sabor a pulpa y devoción. Una liturgia maoísta encapsulada en fibra, azúcar y fanatismo.
El dentista que no creyó y pagó con su cabeza
Pero hasta los cultos más fervorosos necesitan su disidente, su incrédulo con vocación de mártir. Su hereje. En esta tragicomedia tropical, ese papel le tocó a un dentista: Han Guangdi. Un hombre de ciencia, de bata blanca e instrumental en mano. Y precisamente por hablar más de la cuenta —o quizá simplemente por pensar en voz alta—, acabó convirtiéndose en el enemigo público número uno del mango. Un día, ante sus compañeros, se permitió una observación tan inocente como letal: que aquella fruta venerada no tenía nada de especial, que sabía a batata, y que, en fin, tanta devoción por un mango le parecía una exageración digna de un sainete.

El comentario, que en cualquier otro momento y lugar habría provocado apenas una carcajada, en la China maoísta sonó a colosal blasfemia. Fue acusado de “difamación maliciosa contra el símbolo de la revolución”, una categoría delictiva creada expresamente para casos de herejía frutal. El proceso fue tan rápido como absurdo: sin defensa, sin pruebas y con una sentencia escrita antes de comenzar el juicio.
Castigo ejemplar contra la herejía
A Han Guangdi lo sacaron a la calle, lo pasearon en público con un cartel colgado al cuello y lo mostraron a la multitud no tanto como escarmiento, sino como advertencia de lo que ocurre cuando alguien osa morder la verdad sin permiso del Partido. Luego vino el final previsible: un disparo en la cabeza y silencio. Con él se extinguió también la única consulta odontológica de Fulin.

Su esposa, abrumada por la desgracia y por la persecución constante, acabó quitándose la vida, y sus hijos, marcados para siempre, fueron tratados como portadores de una impureza ideológica: los descendientes del hombre que había ofendido al mango. En aquel pequeño pueblo, el miedo echó raíces más hondas que cualquier árbol frutal, y durante años el nombre de Han se pronunció solo en susurros, como si aún pudiera escucharlo la fruta sagrada desde su altar de cera.
Cuando la fruta fue más poderosa que la razón
El mango, ese fruto amable que en otros rincones del mundo endulza batidos, decora ensaladas o se zampa sin más pretensiones que refrescar la tarde, alcanzó en la China maoísta la categoría de divinidad comestible. Durante un breve pero delirante capítulo de la Revolución Cultural, se transformó en símbolo tangible de la benevolencia del Gran Timonel, en metáfora jugosa del amor paternal del líder hacia sus masas trabajadoras. Se erigieron estatuas con su forma, se fabricaron tazas y platos con su imagen, se imprimieron pósters y hasta se compusieron himnos y canciones que lo alababan con la misma pasión con que se cantaba al Partido. El mango, en definitiva, se convirtió en una hostia tropical consagrada por la propaganda.
Y todo esto ocurría mientras la realidad, esa aguafiestas, seguía su curso más sombrío. El país se desangraba entre purgas, delaciones y hambrunas; los intelectuales eran enviados a “reeducarse” al campo, y millones de campesinos seguían contando granos de arroz como si fueran pepitas de oro. Pero, entre tanto caos, un mango —una simple fruta— consiguió suspender durante un instante la miseria colectiva bajo una ilusión amarilla, brillante y absurdamente esperanzadora.
El culto grotescamente real
Lo asombroso no es solo la historia en sí, sino su veracidad. No es ficción ni exageración literaria. Ocurrió. De verdad. Existió aquel avión que transportó un único mango a Shanghái como si llevara las cenizas de un santo. Existieron los campesinos que se liaron a palos por una fotocopia borrosa del fruto sagrado. Existió Han Guangdi, el dentista que pagó con su vida el error de confundir la devoción con la digestión. Todo tan grotesco, tan improbable, que hoy parecería un guion de sátira política si no fuera porque la bala, la cera y el formol fueron reales.
Así que sí: en el verano de 1968, en China, una fruta resultó más poderosa que la razón, más influyente que la ciencia y, por increíble que parezca, más letal que la herejía. Una revolución entera resumida en una cáscara amarilla. Porque en ocasiones la historia no necesita inventarse metáforas: ya las cultiva, las embala y las reparte en nombre del líder.
Productos recomendados para profundizar y ampliar información sobre el artículo
La Revolución Cultural (El Acantilado) — Frank Dikötter: Texto riguroso y documentado que explora las políticas, campañas y consecuencias de la Revolución Cultural en China. Esta edición en español ofrece contexto histórico profundo, testimonios y análisis crítico sobre el periodo que incluye episodios como el culto al mango; útil para quien busque entender las raíces y el impacto social de aquellos años.
Mao’s Golden Mangoes and the Cultural Revolution — A. Y. Chau (inglés): Monografía académica que investiga el fenómeno cultural del “culto al mango”, su ritualización y significado propagandístico durante 1968. Incluye análisis antropológico y fuentes primarias que explican cómo una fruta se convirtió en símbolo político y objeto de devoción pública en la China maoísta.
Mao: La historia desconocida — Jung Chang y Jon Halliday: Biografía extensa y polémica sobre Mao Zedong que reconstruye su vida y decisiones políticas con abundante documentación. Aporta contexto sobre el liderazgo, las purgas y el culto a la personalidad que permitirá al lector comprender episodios simbólicos y rituales surgidos durante la Revolución Cultural.
Vídeo:
Fuentes consultadas
- Chau, A. Y. (2010). Mao’s Travelling Mangoes: Food as Relic in Revolutionary China. Past & Present, Supplement 5, 256–275. https://doi.org/10.1093/pastj/gtq020
- Ramm, B. (2016, 11 de febrero). China’s curious cult of the mango. BBC News. https://www.bbc.com/news/magazine-35461265
- Dutton, M. R. (2004). Mango Mao: Infections of the Sacred. Public Culture, 16(2), 161–188. https://read.dukeupress.edu/public-culture/article/16/2/161/31765/Mango-Mao-Infections-of-the-Sacred
- Wang, Y. (s. f.). 牙医韩光第之死 [La muerte del dentista Han Guangdi]. University of Chicago. https://ywang.uchicago.edu/history/hanguangdi.htm
Escritor, profesor, traductor, divulgador, conferenciante, corrector, periodista, editor.
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