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La Masacre del Perejil: El genocidio de 1937 en la frontera entre Haití y República Dominicana

Hay momentos en la historia en los que la humanidad alcanza cotas de mezquindad tan refinadas que cuesta creer que no sean parodia. Uno de ellos ocurrió en octubre de 1937, cuando el dictador dominicano con ínfulas de emperador romano, Rafael Leónidas Trujillo, decidió purgar la frontera con Haití. ¿La razón? Una combinación explosiva de racismo, nacionalismo exacerbado y esa obsesión tan caribeña de algunos líderes por jugar a dioses vengativos con uniforme de gala.

Y lo que siguió fue una de esas historias que parecen sacadas de un guion de comedia negra, si no fuera por lo trágico de sus consecuencias.

Un dictador con vocación de censor fonético

Trujillo, cuyo ego ocupaba más espacio que la isla entera, llevaba tiempo rumiando su plan para “blanquear” la República Dominicana. No le gustaban los haitianos. Ni su acento, ni su color de piel, ni su historia. Para Trujillo, la frontera era porosa y estaba infestada de trabajadores haitianos “ilegales” que, según su discurso, ponían en peligro la identidad dominicana.

Así que una noche de octubre, mientras media isla dormía, él despertó a su ejército con una orden tan absurda como letal: “limpiar” la zona fronteriza de haitianos. Pero no con listas ni documentos, no. Eso sería demasiado civilizado. Aquí entra en escena el protagonista inesperado: el perejil.

La contraseña mortal

Según el ingenioso —o sádico, depende del prisma— criterio de Trujillo y sus secuaces, el método infalible para detectar a un haitiano consistía en pedirle que dijera la palabra “perejil”. Fácil, ¿no? Pues no si uno es haitiano y habla criollo francés, una lengua que convierte la vibrante «r» castellana en un desafío vocal. Los que no podían articular la palabra de manera satisfactoria eran condenados ipso facto. Ejecutados allí mismo, a machetazo limpio. A golpe seco. Sin juicio ni defensa.

Y así, el perejil —humilde condimento de sopas y guisos, protagonista inocente de tantas recetas— se convirtió en la herramienta lingüística del exterminio. La etimología al servicio de la masacre.

Cifras y silencio

Durante aproximadamente una semana, del 2 al 8 de octubre, los militares, la policía y hasta civiles armados recorrieron pueblos, caminos y cañaverales, preguntando con saña y sonrisa helada: “¿Cómo se llama esta planta?”. Quienes no acertaban con la erre rodaban su cabeza.

Se calcula que murieron entre 12.000 y 20.000 personas, aunque el número exacto permanece envuelto en sombras, como tantas cosas que se pretenden enterrar en la historia dominicana. Porque, claro, después de perpetrada la carnicería, vino el silencio institucional, la negación, la diplomacia torpe y el dinero por debajo de la mesa.

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Estados Unidos, observador indiferente

En ese entonces, los ojos del Tío Sam estaban medio entornados. Trujillo era considerado un aliado contra el comunismo, un amigo del orden y un fan de la disciplina… aunque se le fuera un poco la mano con el machete. Washington no protestó demasiado. Se limitó a torcer el gesto, como quien descubre un ratón en la cocina pero no quiere llamar al fumigador porque es domingo.

Solo tras negociaciones discretas, el gobierno dominicano aceptó pagar una indemnización a Haití. 750.000 dólares de la época (que luego quedaron en 525.000, tras una serie de ajustes que nadie explicó muy bien). La cifra era tan ridícula como el método de identificación. Unos cuantos billetes para tapar una masacre étnica. Todo correcto.

Trujillo, el coreógrafo del horror

Lo irónico —o abominable, según el grado de cinismo del lector— es que Trujillo no era ajeno a sus propias raíces haitianas. Su abuela, dicen, era de origen haitiano. Pero él, empeñado en parecerse más a Franco que a Toussaint Louverture, se hizo blanquear la piel con maquillaje especial, se peinó con brillantina y mandó construir estatuas con sus pómulos bien cincelados.

Si iba a matar en nombre de la pureza racial, que al menos no se notara que él mismo era el primer sospechoso.

La memoria sin monumentos

Hoy en día, la Masacre del Perejil permanece como uno de esos episodios que no tienen plaza, ni calle, ni estatua en casi ningún sitio. En la República Dominicana se enseña poco o nada. En Haití, aún duele. Y en el resto del mundo, pasa como una nota a pie de página en los manuales de historia, cuando merecería ser capítulo entero.

Quizá porque es incómodo aceptar que un hombre pueda decidir quién vive o muere por una consonante.

El lenguaje es, al fin y al cabo, un arma de doble filo. En 1937, en la isla de La Española, fue literalmente mortal.


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La trama de esta novela se sitúa entre el 2 y el 4 de octubre de 1937 en la frontera entre Haití y la República Dominicana. El dictador Trujillo, amparado por la indiferencia de un Occidente que por entonces tiene otros cabos que atar, decide iniciar una «limpieza étnica» destinada a convertir a los dominicanos en «blancos». Su mirada se dirige hacia el vecino más pobre y más negro: el haitiano que necesita pasar la frontera para trabajar en la semiesclavitud de las azucareras de la zona. En los dos días que duró la Operación Cabezas Haitianas fueron decapitadas entre 6.000 y 10.000 personas.


Este libro no es para probar la bondad o maldad de Trujillo. Eso seria desperdiciar capacidad de análisis y no aportar nada a la revisión critica de la Era de Trujillo, no a su persona. Tratamos de no enfocarnos mucho en el hombre, sino en su obra. El resto de los historiadores se enfocan, algunos interesadamente, y con mala leche, en aspectos personales, calumnias, infundios y en maledicencias.


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Fuentes consultadas

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