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El embuste que se presentó como epopeya: George DuPre y la seducción de la fábula

Hay engaños que apenas dan para sainete y otros que, sin proponérselo, rozan la categoría de arte. La historia de George DuPre pertenece a esta última liga: no por su autenticidad —que brillaba por su ausencia—, sino por la maestría con que el tipo bordó su propio mito, como un sastre con delirios de novelista. DuPre, canadiense de verbo fácil y vocación de protagonista, se inventó una vida de espía y héroe en la Francia ocupada: torturas, identidades falsas, fugas de película… todo bien mezclado y servido con gesto serio. Durante años vendió su epopeya en clubes, reuniones y actos patrióticos, hasta que un periodista con menos romanticismo y más archivo decidió mirarle el currículum. El espejo no engañó: ni Francia, ni misiones, ni espías. Solo un narrador con más talento que escrúpulos.

Cómo se fabricó la leyenda: técnica, ocasión y público propenso

La leyenda de DuPre no nació entre editores ni contratos, sino en un escenario mucho más terrenal: las charlas públicas, ese territorio donde la atención se entrega dócil y la historia, con un poco de maña, se deja domesticar. Su fórmula era tan sencilla como infalible: describir con detalle casi teatral, dejar silencios cargados de misterio, invocar el eterno comodín de la guerra (“no puedo contarlo por razones de seguridad”) y aprovechar ambientes donde el patriotismo tibio disuelve toda duda. El público —veteranos, scouts, soñadores de epopeyas— se convirtió así en su coro involuntario, confirmando una vieja verdad: la credibilidad y la verdad rara vez viajan en el mismo tren.

Un ejemplo ilustra el prodigio: DuPre aseguraba haberse hecho pasar por un “idiota del pueblo” para infiltrarse entre los agentes de la Gestapo, resistir torturas sin abrir la boca y escapar sin traicionar a un alma. Puro cine. Escenas de manual, potentes porque tocan los resortes del mito: el héroe humilde, el sacrificio silencioso, la astucia del débil frente al monstruo. El público, cómplice entusiasta, rellenaba los huecos con su propia imaginación, y así el relato crecía solo, como una mentira bien regada.

El editor y la prensa: de la credulidad al negocio literario

El salto de cuento contado en tabernas a fenómeno editorial llegó de la mano de Quentin Reynolds, prestigioso corresponsal de guerra que vio en DuPre un filón y le regaló un libro entero: The Man Who Wouldn’t Talk (1953). El volumen vendió bien, Reader’s Digest lo resumió para las masas y la maquinaria editorial, feliz como una impresora recién engrasada, hizo el resto: DuPre ya era un héroe de papel couché. Pero la realidad, que siempre llega tarde pero llega, empezó a toser.

Un veterano de la Real Fuerza Aérea canadiense apareció con registros que demostraban que él y DuPre estaban destinados juntos en 1943, lo cual hacía imposible su supuesta estancia en la Francia ocupada. El Calgary Herald, con el periodista Doug Collins al timón, olfateó la grieta y tiró del hilo. La trama, como un jersey barato, se deshizo entera. DuPre acabó confesando que todo empezó con “una pequeña mentira” en 1946, una de esas que, cuando te das cuenta, ya ha crecido lo suficiente como para escribir sus propias memorias.

 The Man Who Wouldn't Talk

La reacción del mundo editorial fue, en sí misma, un máster acelerado sobre cómo se cruzan el negocio y la leyenda. En lugar de retirar el libro avergonzados, Random House y su célebre editor Bennett Cerf optaron por una maniobra de salón: cambiarlo de estantería, de “hechos reales” a “ficción”. Mano de santo. El público, lejos de escandalizarse, siguió comprando ejemplares como si nada, y el bochorno se transformó en beneficios. La jugada demostró algo tan viejo como el comercio: cuando una historia suena bien y viene envuelta con gracia, la verdad puede mudarse de género sin perder clientela.

Por qué fascinó tanto: psicolingüística de la credulidad colectiva

La fascinación por DuPre no fue fruto del azar, sino de una alquimia muy humana. En la posguerra, las sociedades ansían figuras que pongan orden al miedo y den sentido al desconcierto; y ahí el héroe oculto —ese que sufre sin quejarse y rescata sin pedir nada— encaja como anillo al dedo. A ello se suma la poderosa maquinaria de la repetición: cuanto más se cuenta una historia, más cierta parece, y si además va acompañada de aplausos, fotos y colectas, la fe se consolida como dogma. DuPre, siempre astuto, hacía donaciones a grupos juveniles como los scouts, gesto tan noble en apariencia que blindaba su personaje contra cualquier sospecha. Al fin y al cabo, ¿quién duda del héroe que reparte cheques?

Comparaciones no faltan: hay ecos de Lawrence de Arabia en la teatralización del yo, y parentescos con otros impostores célebres que supieron convertir su vida en un escenario. La diferencia —y la gracia amarga— está en que algunos documentaron hazañas que, aunque embellecidas, tenían un sustrato real; DuPre, en cambio, vendió porciones notables de ficción como si fuesen recuerdos.

El desenmascaramiento como acontecimiento ritual

Cuando el engaño fue desenmascarado, la respuesta pública fue ambivalente: risa, indignación, pero también una cierta admiración irónica por la habilidad del mentiroso para sostener el teatro. El episodio recuerda que la exposición no siempre destruye el encanto del mito; a veces lo transmuta. Reader’s Digest publicó una retractación, Reynolds quedó magullado en credibilidad, y DuPre pasó a ser un caso de estudio sobre la manufactura de verosimilitud.

Lecciones para quien cuenta historias (o cree en ellas)

En tiempos de posverdad y titulares que se propagan como virus, la farsa de DuPre se lee hoy como un manual de supervivencia mediática: basta una historia bien urdida para invadir la realidad y ocuparla sin resistencia. Su lección sigue vigente: la plausibilidad es un puente bonito, sí, pero endeble, y cruzarlo sin mirar abajo suele acabar en remojón. Periodistas, escritores, cuentistas de barra o de red: la verosimilitud no sustituye la verdad, ni el talento narrativo convierte una invención en historia. Que no se nos olvide —DuPre lo haría encantado— que la mentira, si se viste bien, siempre busca un público que aplauda.


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Fuentes consultadas

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