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Las brujas de Salem: qué ocurrió realmente en los juicios de 1692

Las brujas de Salem siguen siendo un comodín cultural que se saca a pasear cada otoño y cada vez que alguien quiere hablar de injusticias modernas con aire literario. Valen lo mismo para anunciar una casa del terror que para ilustrar un debate político algo inflamado. Sin embargo, bajo ese envoltorio tan manido se esconde un episodio muy concreto, documentado al milímetro y bastante menos mágico de lo que podría encajar en una serie de televisión.

Entre 1692 y 1693, una pequeña comunidad puritana del norte de Massachusetts perdió los nervios, la templanza y, de paso, unas cuantas vidas humanas. Más de ciento cincuenta vecinos fueron acusados de brujería; una treintena acabó condenada y diecinueve fueron ahorcados. A ellos se suma un hombre triturado bajo piedras y varios fallecidos en prisión, víctimas más de la miseria del sistema que de hechizos inexistentes.

A partir de ahí, la imaginación popular hizo el resto, pero la documentación, repleta de nombres, fechas y rencores de vecindario, ofrece un relato más inquietante que cualquier leyenda con escobas y gatos negros.

Salem antes de las “brujas”: un pueblo exhausto y con rencores bien asentados

Para entender Salem conviene apartar la escenografía del folclore y mirar la realidad: era una pieza más de la colonia de la bahía de Massachusetts, un proyecto puritano donde la fe y el comercio iban cogidos de la mano. Lejos de ser una comunidad aislada perdida entre bosques, Salem formaba parte de una red económica que conectaba granjas, puertos y rutas atlánticas.

En 1692, el ambiente ya venía cargado. La colonia vivía una inquietud política constante, esperando la confirmación de su carta real. Al mismo tiempo soportaba los efectos de las guerras fronterizas con pueblos indígenas aliados de Francia, que dejaban refugiados, pérdidas y miedo. Por si fuera poco, las tensiones económicas entre comerciantes acomodados y agricultores resentidos iban en aumento: mientras unos prosperaban gracias al comercio, otros veían cómo el centro de gravedad económico se desplazaba hacia la costa.

Además, existían dos “Salem”: Salem Town, más próspero y marítimo, y Salem Village, un enclave agrícola que dependía oficialmente del primero y que acumulaba quejas por impuestos, templos y autoridad religiosa. Un escenario perfecto para que cualquier chispa encontrara material inflamable.

Las niñas, Tituba y el estallido del miedo

La chispa llegó desde el interior de la casa del reverendo Samuel Parris. A comienzos de 1692, su hija Betty y su sobrina Abigail Williams empezaron a mostrar comportamientos extraños: convulsiones, gritos, acusaciones de ver criaturas demoníacas y gestos imposibles. En una comunidad que interpretaba el mundo a través de la Biblia, aquello no sonaba a travesura infantil ni a nerviosismo, sino a manual de posesión.

El médico local, incapaz de encontrar explicación, afirmó lo que la comunidad temía y esperaba a la vez: brujería. En la casa vivía Tituba, una esclava de origen caribeño o indígena, acostumbrada a relatar historias de espíritus y supersticiones traídas de otros mundos. En plena histeria, encajaba como candidata perfecta para ocupar el puesto de “alteridad peligrosa”, esa figura tan útil cuando una sociedad necesita proyectar sus miedos.

Bajo presión, Tituba confesó, mezclando sueños, amenazas y lo que intuía que sus interrogadores deseaban escuchar. Habló de un libro firmado con sangre, de sombras que recorrían la aldea y de conspiraciones infernales. Su confesión, tan fantasiosa como funcional, dio legitimidad a todo el proceso y abrió la puerta a que cualquier acusación pasara por verdad revelada.

De rumor doméstico a engranaje judicial: la caza toma forma

El drama doméstico dejó de serlo cuando las autoridades entraron en escena. Se emitieron órdenes de arresto para Tituba y otras dos mujeres: Sarah Good, una mendiga con mala reputación, y Sarah Osborne, una viuda que llevaba tiempo enfrentada a la comunidad. Tres figuras vulnerables convertidas de inmediato en chivos expiatorios.

Sin embargo, aquello no se detuvo ahí. Las jóvenes afligidas empezaron a señalar a vecinos cada vez más diversos: campesinos con tierras disputadas, mujeres independientes, hombres que habían criticado al reverendo, familias enemistadas desde hacía años. De pronto, ser viuda con propiedades, discutir con un vecino o simplemente resultar antipática podía transformarse en señal inequívoca de pacto demoníaco.

Para ordenar el caos, se creó un tribunal especial que empezó a funcionar en junio de 1692. Su presidente, William Stoughton, aceptó sin reservas un tipo de prueba hoy inconcebible: la denominada “evidencia espectral”. Declaraciones basadas en visiones, sueños y afirmaciones de que un espíritu idéntico al acusado había atacado a la víctima. El teatro ocupó el lugar del derecho, pero sus consecuencias fueron letales.

¿Quiénes eran en realidad las “brujas”?

Ni las ejecutadas volaban, ni preparaban pócimas ni invocaban demonios. Eran personas normales que habían tenido la mala fortuna de vivir en el lugar equivocado en el peor momento posible. Entre ellas había mendigas como Sarah Good, viudas como Margaret Scott, mujeres que vivían de la caridad o que acumulaban enemistades por su carácter poco complaciente.

También cayeron figuras respetadas, como Rebecca Nurse, anciana conocida por su piedad, o el granjero John Proctor, que había cometido el atrevimiento de denunciar en público el comportamiento de las jóvenes acusadoras. Esa mezcla explosiva de religiosidad extrema y resentimientos personales convirtió la sospecha en veredicto.

Uno de los casos más significativos fue el de Giles Corey, un agricultor octogenario que se negó a declarar. Por su silencio fue sometido a un tormento legalmente permitido: apilar piedras sobre su cuerpo hasta obligarle a hablar. Murió sin ceder, convertido en símbolo trágico de un sistema desbordado.

brujas de Salem

El hilo común que unía a los acusados no era la brujería, sino la fragilidad social, los conflictos previos y en ocasiones la simple mala suerte.

La aritmética del desastre: cifras y fechas

Entre febrero de 1692 y la primavera de 1693, más de ciento cincuenta personas fueron denunciadas como brujas, y algunas fuentes elevan el número hasta superar las doscientas. Treinta recibieron condena formal. Diecinueve fueron ejecutadas en la horca, y al menos cinco murieron en prisión a causa de las duras condiciones. Giles Corey fue el único ajusticiado mediante presión de piedras.

Las ejecuciones se concentraron en fechas concretas: el 10 de junio cayó la primera víctima, Bridget Bishop. El 19 de julio fueron ejecutadas cinco mujeres; el 19 de agosto murieron otras cinco personas, entre ellas John Proctor y un antiguo ministro religioso; el 22 de septiembre fueron ahorcados ocho acusados más. Era evidente que la maquinaria había cogido un ritmo que ni los propios responsables parecían controlar.

Las causas: religión, política, miedos y un toque de ciencia especulativa

Los historiadores coinciden en que no hubo un único detonante. El contexto puritano, obsesionado con la noción del pecado y la presencia constante del diablo, creó un ambiente predispuesto al pánico. A eso se sumaban tensiones políticas internas entre familias enfrentadas, disputas por tierras y rivalidades religiosas que llevaban años coleando.

Algunos estudios publicados en el siglo pasado ofrecieron una hipótesis singular: la posible intoxicación por cornezuelo del centeno, un hongo que puede provocar espasmos y alucinaciones. Aunque la idea no cuenta con consenso, sí abrió la puerta a considerar factores ambientales que, mezclados con el miedo y la superstición, contribuyeron a desatar la tormenta.

También pesaron la misoginia estructural, el temor a la pobreza y un sistema judicial dispuesto a transformar rumores en pruebas sólidas. Una combinación peligrosa que convirtió la aldea en un laboratorio involuntario de histerias colectivas.

El frenazo: cuando los poderosos se sintieron señalados

El proceso empezó a perder fuerza cuando las acusaciones llegaron demasiado arriba. Que el nombre de la esposa del gobernador William Phips apareciera siquiera en un susurro bastó para que ciertos apoyos se tambaleasen. De pronto, aquello que tantos defendían como defensa moral de la comunidad empezó a resultar peligroso.

brujas de Salem

Al mismo tiempo, voces de peso como la de Increase Mather denunciaron públicamente el uso de pruebas espectrales. Su afirmación más célebre expresaba con claridad lo que muchos empezaban a pensar: era preferible dejar libres a diez culpables que condenar a un inocente.

En octubre de 1692, el gobernador puso fin al tribunal especial. A comienzos de 1693 se instauró uno nuevo, que ya no aceptó visiones ni espectros como evidencias. Poco a poco, los acusados fueron liberados o absueltos y en mayo de ese mismo año la caza terminó oficialmente. La calma volvió a Salem, aunque cargada de vergüenza y muertos.

Perdones, disculpas y tres siglos de resarcimiento irregular

El reconocimiento de los errores llegó pronto, pero con el ritmo irregular propio de las instituciones. En 1697 se decretó un día de ayuno para pedir perdón por los excesos cometidos, y uno de los jueces se levantó ante su congregación para admitir su culpa. Cinco años después, la colonia declaró ilegales los juicios. En 1711 se aprobaron compensaciones para las familias y se anularon muchas de las condenas, aunque algunas quedaron en un limbo incómodo.

Hubo que esperar a 1957 para que el estado pidiera disculpas formales. Aun entonces quedaron víctimas sin rehabilitar del todo, por lo que se aprobaron nuevas exoneraciones en 2001. En 2022 se cerró el último capítulo pendiente al limpiar oficialmente el nombre de Elizabeth Johnson Jr., considerada la última acusada sin reconocimiento público de inocencia.

Tres siglos para admitir que ninguno de ellos había hecho pacto alguno con el diablo, sino que había sido atrapado por el miedo y la intolerancia de sus propios vecinos.

De tragedia local a símbolo universal: la “caza de brujas”

Los juicios de Salem podrían haber quedado como nota al pie de la historia colonial, pero el siglo XX los rescató como metáfora. Arthur Miller estrenó en 1953 una obra que convertía aquel episodio en alegoría de las persecuciones anticomunistas del senador McCarthy. Desde entonces, la expresión “caza de brujas” se instaló en el lenguaje político para describir situaciones donde la sospecha sustituye a la prueba.

La ciudad ha aprendido a convivir con ese legado. Museos, rutas y memoriales conmemoran a las víctimas y, de paso, alimentan un turismo que ha hecho de las brujas un emblema rentable. Un giro irónico para un lugar donde antaño se perseguía a quienes supuestamente pactaban con el maligno.

Lo que queda de Salem en el siglo XXI

El episodio enseña lo fácil que resulta inventar un enemigo invisible cuando una comunidad vive asustada. También recuerda que las instituciones pueden extraviarse cuando dejan que los rumores sustituyan a la evidencia y que rectificar, aunque posible, rara vez repara el daño causado.

Las brujas de Salem no volaban ni conjuraban tormentas, pero bastó con que otros lo afirmaran para que acabaran en la horca. Su historia, contada y recontada durante siglos, sigue mostrando hasta dónde puede llegar una sociedad cuando el miedo empuña el martillo y la razón se queda al margen.

Vídeo: “La historia real de los juicios por brujería en Salem”

Fuentes consultadas

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