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El enigma de la mediana: la historia (y la leyenda) del I-17 Mystery Christmas Tree

Hay tradiciones que brotan con la misma discreción que una excusa mal contada: de repente, están ahí, sin que nadie sepa quién las empezó ni por qué. Una de las más entrañables —y absurdamente improbables— se encuentra en plena Interestatal 17, en Arizona, más o menos a la altura del punto kilométrico 254, entre Sunset Point y Cordes Junction. Allí, en medio de la nada y del asfalto, crece un enebro (Juniperus monosperma), ni alto ni esbelto, más bien un arbusto con ínfulas, que cada año se transforma en el árbol de Navidad más improbable del suroeste americano. Luces, guirnaldas, peluches, lazos y una estrella plateada coronan su figura achaparrada, como si Papá Noel hubiera hecho una parada de emergencia en mitad del desierto.

La historia del llamado I-17 Mystery Christmas Tree —o “árbol navideño misterioso de la I-17”, para los castizos— empezó como empiezan las buenas leyendas: sin testigos, sin permisos y con una mezcla saludable de ternura y clandestinidad. Alguien, hace más de tres décadas, decidió que aquel matorral merecía espíritu navideño. Desde entonces, cada noviembre, el paisaje gris del desierto se tiñe de color gracias a unas manos anónimas que aparecen cuando nadie mira y desaparecen antes de que amanezca.

Manual práctico para decorar un arbusto en medio de una autopista

El misterio, claro, no está solo en el quién, sino en el cómo. La mediana donde crece el enebro tiene más de treinta metros de ancho, suficiente para evitar desgracias… o para que un coche se detenga discretamente en mitad de la noche y descargue adornos, cajas y un poco de agua. Porque sí, el árbol tiene su propio sistema de riego: cuatro bidones y una tubería que, como por arte de magia —o ingeniería casera—, le han permitido sobrevivir a un clima que convierte cualquier cosa verde en polvo.

El Departamento de Transporte de Arizona (ADOT) conoce el asunto desde hace años, lo observa con mezcla de resignación y cariño institucional, y admite no tener ni idea de quién lo hace. Nadie ha sido pillado con las manos en las bolas (de Navidad, se entiende). Se sabe, eso sí, que el calendario está tan medido como el de cualquier tradición seria: los adornos aparecen antes del Día de Acción de Gracias y desaparecen después de Año Nuevo, sin dejar rastro.

Doug Nintzel, portavoz de ADOT, lo resumió una vez con la sabiduría de quien ya se ha rendido: muchos aseguran saber quién lo decora, pero nadie lo dice. Tal vez por respeto, tal vez por miedo a que, si se descubre, la magia se esfume y las autoridades se vean obligadas a intervenir. Porque, seamos francos: detenerse en una autopista para colgar oropel no figura entre las prácticas más recomendables de la conducción moderna.

De familias discretas, bomberos románticos y elfos de guardia

En el catálogo de teorías sobre el árbol caben todas las fantasías posibles. Hay quien asegura que todo comenzó como una tradición familiar, idea tierna y plausible: una madre que quiso dejar un recuerdo duradero a sus hijos. Otros creen que son antiguos empleados de ADOT, nostálgicos del asfalto y con ganas de poner un poco de purpurina a su jubilación. Y no faltan los que culpan —o agradecen— a un grupo de bomberos con vocación artística.

Entre los nombres que más suenan, uno destaca: la familia Dittbrenner, que en los años ochenta habría sido la primera en decorar aquel enebro. Lo hicieron, dicen, por simple afecto, y sin imaginar que su gesto se convertiría en tradición. Décadas después, el secreto sigue guardado con la solemnidad de una receta de abuela: todos saben quién está detrás, pero nadie abre la boca. Y así, el anonimato se convirtió en la mejor forma de perpetuar la costumbre.

árbol de Navidad misterioso Arizona

Hay, además, una lógica subterránea: si se revelase la identidad de los decoradores, ADOT tendría que actuar, las normas de seguridad saltarían, y el árbol pasaría de símbolo entrañable a expediente administrativo. Nadie quiere eso. Mejor mantener el misterio y fingir que unos duendes trabajan a escondidas cada otoño.

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Fuego, ceniza y milagros en la mediana

El árbol no solo ha sobrevivido a la curiosidad humana, sino también a los incendios que periódicamente azotan la zona. La combinación de desierto, coches y calor convierte cada chispa en amenaza. En 2011, un fuego derritió parte del sistema de riego y chamuscó las ramas bajas, pero el enebro resistió. Los trabajadores de ADOT —que ya lo consideran un compañero de faena— aseguran haberlo visto “sobrevivir una y otra vez”.

Sin embargo, en agosto de 2019 las llamas fueron más crueles. Esta vez, el fuego arrasó casi por completo el árbol. Bomberos y ciudadanos intentaron salvarlo, y aunque lo lograron a medias, el pobre Scrubby (así lo bautizó más tarde el músico Dolan Ellis) quedó tocado. Desde entonces, la tradición se tambaleó: ¿debía replantarse otro árbol? ¿Levantar una réplica metálica a prueba de incendios? El debate, como toda discusión que involucra memoria y emoción, sigue abierto.

Hay algo profundamente humano en la historia de un arbusto que resiste al fuego por cariño popular. Scrubby sobrevivió años gracias al riego anónimo y al empeño colectivo, hasta que el destino, en forma de chispa, lo redujo a carbón. Aun así, ni las llamas pudieron borrar el recuerdo de lo que simbolizaba: la obstinación alegre de una comunidad.

Dolan Ellis y la canción del arbusto inmortal

El asunto podría haber quedado en anécdota si no fuera por Dolan Ellis, trovador oficial del estado de Arizona desde 1966, quien decidió ponerle voz al mito. Compuso una canción titulada Scrubby, en honor al árbol, y con ella elevó el arbusto a categoría de símbolo estatal. La pieza, mitad balada y mitad homenaje, transformó lo que era un acto clandestino en un fenómeno sentimental.

La música, a veces, cumple mejor que los discursos: convierte lo pequeño en universal y lo efímero en tradición. Gracias a Scrubby, el árbol pasó a formar parte del imaginario local. Y, de paso, reforzó la idea de que, aunque el original se haya perdido, la historia —y la canción— siguen vivas. Por eso, algunos abogan ahora por plantar un nuevo ejemplar o incluso levantar una escultura metálica que recuerde al enebro original. Algo que no arda y que, sin embargo, conserve el espíritu.

Un misterio que se niega a morir

Aunque el incendio de 2019 parecía el punto final, en 2024 volvió a aparecer una sorpresa: alguien colgó adornos en el tronco carbonizado. Fotografías de aquel gesto circularon por redes y medios locales. ¿Se trataba de los mismos autores? ¿De nuevos admiradores? Nadie lo sabe. Pero el simple hecho de que, años después, alguien siga decorando los restos del árbol demuestra que la tradición ha trascendido al propio enebro.

Periodistas, autoridades y vecinos han debatido qué hacer con el legado: plantar un sustituto, erigir una obra conmemorativa o, simplemente, dejar que el tiempo y el polvo del desierto hagan su trabajo. Porque, en el fondo, la magia del I-17 Mystery Christmas Tree radica en eso: en su espontaneidad. Convertirlo en monumento oficial sería como explicar un chiste.

Lo que enseña un matorral con espíritu

El árbol de la I-17, más allá de su pintoresco aspecto, resume una pequeña lección de humanidad. Enseña que los rituales no siempre necesitan templo ni permiso, que lo efímero puede tener más fuerza que lo planificado, y que las comunidades encuentran maneras insospechadas de unirse. También recuerda que la belleza, cuando es anónima, resulta más pura: no busca aplauso ni autoría, solo existir un rato en mitad del polvo y las luces de freno.

Cada vez que alguien pasa por esa carretera y vislumbra, aunque sea por un segundo, unas bolas de Navidad movidas por el viento, sabe que algo de ese espíritu sigue allí. Puede que el árbol esté medio muerto, pero su historia, como todo buen misterio americano, se niega a desaparecer.

Signos de lo que pudo ser y de lo que podría venir

Hoy se discuten soluciones que van desde lo práctico —plantar otro enebro o instalar una estructura ignífuga— hasta lo puramente romántico: dejar el lugar vacío, como un santuario improvisado al misterio. Algunos grupos locales han propuesto recoger fondos, otros prefieren que nadie toque nada. Quizá el mejor homenaje sea no intervenir, permitir que el mito continúe libre, sin placa ni patrocinador.

El I-17 Mystery Christmas Tree sigue siendo lo que siempre fue: un secreto compartido, un guiño de luz en medio del desierto y una demostración de que incluso un arbusto polvoriento puede, durante un par de meses, recordarle al mundo que la Navidad no necesita escenario, solo intención.


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Fuentes consultadas:

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