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¿Te vendieron el Puente de Brooklyn? Tranquilo, no has sido el único

George C. Parker ocupa un lugar destacado en la historia criminal de Estados Unidos. No por ser un mafioso especialmente desalmado o un violento asaltante de bancos, sino por su incomparable ingenio para convertir la ingenuidad humana en arte.

Este hombre, con documentos falsificados, labia impecable y descaro sin límites como únicas armas, vendió monumentos icónicos como el Puente de Brooklyn, la Estatua de la Libertad y el Museo Metropolitano de Arte. Y no, no los vendió una sola vez. Lo hizo cientos, incluso miles de veces.

Vamos a conocer su historia, todo un desfile de audacias y tropiezos, que sigue fascinando al mundo.

¡Tengo un puente para ti, oferta única!

La coronación de las estafas de Parker fue, sin duda, la venta del Puente de Brooklyn.

Este símbolo de Nueva York, inaugurado en 1883, fue objeto de la astucia de nuestro protagonista. George, audaz y valiente, se presentaba como un ingeniero o, directamente, propietario del puente, con documentos «legítimos» que probaban su «derecho» a vender participaciones accionarias.

¿Y cómo se rentabiliza el Puente de Brooklyn?

Fácil: una cabina de peaje que prometía rentas incalculables a los inversores.

Parker tenía una red bien engrasada que empezaba por empleados de los barcos que llegaban a la ciudad que le pasaban información sobre posibles víctimas, generalmente inmigrantes con cierto capital.

Tras interceptarlos, los invitaba a su «oficina» —que cambiaba de ubicación constantemente— y sellaba el trato con un tour guiado por el puente en el que guardias y trabajadores, también en la nómina de Parker, saludaban amigable pero respetuosamente al supuesto magnate, reforzando la ilusión.

¡Qué hombre tan distinguido éste que me está vendiendo el puente!

George C Parker
El puente de George C. Parker

Cuando los compradores intentaban instalar sus cabinas de peaje, las autoridades, atónitas por la situación, los detenían y la realidad los ponía en su sitio.

Pero a esas alturas Parker ya estaba muy lejos, junto con su dinero.

Ampliando el catálogo: la Estatua de la Libertad y otros grandes éxitos de George C. Parker

Parker no se limitó al Puente de Brooklyn. Aquel era solo el aperitivo, el gancho, la carta de presentación de un artista del engaño con ambiciones inmobiliarias delirantes y una habilidad quirúrgica para falsificar documentos.

En su amplia cartera de “propiedades” figuraban también monumentos del calibre de la Estatua de la Libertad, el Madison Square Garden y el Museo Metropolitano de Arte. No estamos hablando de vender plazas de parking, no: hablamos de íconos nacionales, símbolos de la identidad estadounidense que, gracias al ingenio de Parker, pasaban —al menos en el papel— a manos privadas con sorprendente facilidad.

Para cada uno de estos templos del espíritu norteamericano tenía preparada una documentación tan detallada y convincente que haría temblar de emoción a un notario suizo. Escrituras, títulos de propiedad, certificados de cesión y hasta permisos municipales inventados, sellados con todo el amor caligráfico de un falsificador con vocación de artista renacentista.

Su puesta en escena era de tal nivel que no sólo convencía al inversor promedio: conseguía que firmaran cheques patriotas millonarios con lágrimas en los ojos, convencidos de estar salvando un pedazo de la historia americana.

Ulysses S. Grant, ¡que me lo quitan de las manos!

Uno de sus golpes más osados, quizá el más teatral y patriótico, fue la venta simbólica de la tumba del presidente Ulysses S. Grant, héroe de la Guerra de Secesión y símbolo de la victoria de la Unión. Para esa operación, Parker se enfundó en el personaje del supuesto nieto del presidente.

No un nieto cualquiera, no: un nieto indignado por el estado de abandono del mausoleo de su abuelo, que venía a sacudir conciencias y carteras.

Con apellido prestado e indignación ensayada frente al espejo, comenzó a peregrinar por los salones de las élites neoyorquinas, apelando al patriotismo y al bolsillo de los más adinerados. ¿Cómo negarse a donar unos miles de dólares para restaurar la tumba de un mártir de la nación? Imposible.

La propuesta era tan bien presentada, tan envuelta en sentimientos nobles y banderas ondeantes con muchas barras y muchas estrellas, que los cheques fluían con la misma facilidad y rapidez con la que él los cobraba.

Y, como siempre, los papeles estaban en regla… al menos hasta que se miraban de cerca.

Lo fascinante no era solo la estafa en sí, sino el modo en que explotaba dos pulsiones muy humanas: la ignorancia y el orgullo nacional. A los inmigrantes les vendía monumentos por desconocimiento; a los ricos nativos, por patriotismo. A unos los engañaba con promesas de rentabilidad y futuro; a otros, con relatos de legado y deber moral.

Su repertorio de excusas era infinito: desde «la ciudad necesita privatizar» hasta «el gobierno no puede hacerse cargo, pero usted, señor Onassis-de-marca-blanca, puede». Había en Parker una especie de psicólogo primitivo, de genio dramático que entendía mejor que nadie que el dinero no se mueve solo por avaricia, sino por emociones: orgullo, miedo, ambición, nostalgia.

Y él sabía qué tecla tocar en cada caso.

El desparpajo con el que se paseaba por las altas esferas, vendiendo a plazos los íconos nacionales, era tan insultante como admirable. Nunca alzaba la voz, nunca amenazaba, nunca parecía pedir. Sólo sugería, insinuaba, proponía.

Era el caballero de la estafa, el lord del timo, el Houdini del certificado falso. No usaba armas ni violencia, solo sellos de goma y trajes bien planchados.

Su dicción perfecta, su saber estar y su capacidad para memorizar cada artículo legal inventado le permitían entrar y salir de las oficinas de abogados y banqueros sin levantar sospechas.

Su vida fue un espectáculo ambulante de farsas exitosas. Que alguien como Parker pudiera vender repetidamente monumentos públicos tan conocidos no dice sólo mucho de su talento, sino también del contexto social de la época: una Nueva York desbordada por el crecimiento, la inmigración, el capitalismo salvaje y las ansias de ascenso rápido. En esa mezcla de codicia, ingenuidad y caos burocrático, George C. Parker encontró su escenario perfecto. No necesitaba más que una máquina de escribir, tinta fresca y un poco de teatro.

Con eso, podía convertir el skyline de Manhattan en su catálogo personal.

Ingenio sin límites: la fuga disfrazado de sheriff

En 1908, tras dos décadas de estafas, Parker fue arrestado. Pero incluso en esa situación demostró su talento para engañar. Durante su traslado al tribunal, convenció -a base de labia perfeccionada durante décadas- al sheriff de que se quitara el abrigo y el sombrero debido al calor. Cuando el oficial se distrajo, Parker se puso ambas prendas y caminó fuera del edificio como si nada. El guardia en la entrada, al verlo, lo saludó respetuosamente.

Nadie sospechó que el supuesto «sheriff» que salía por la puerta con total naturalidad era en realidad el prisionero más famoso del país.

Sing Sing: el escenario final de George C. Parker

Finalmente, en 1928, Parker fue capturado nuevamente, esta vez por intentar cambiar un cheque falsificado de solo 150 dólares. Este detalle, casi patético, denota su decadencia contrastando con las fastuosas estafas de su pasado.

Fue condenado a cadena perpetua y enviado a la célebre cárcel de Sing Sing.

George C Parker
George C. Parker enviado a Sing Sing

Lejos de caer en el anonimato, Parker se convirtió en una celebridad carcelaria. Sus historias cautivaban tanto a los presos como a los guardias. Algunos periodistas acudían al centro penitenciario a entrevistarlo, y él narraba sus aventuras con un carisma que convertía sus crímenes en anécdotas casi simpáticas.

George C. Parker: lecciones y huella en la cultura popular de una vida sin parangón

George C. Parker no solo fue un estafador; fue un maestro en entender y explotar las debilidades humanas: la ambición, la ignorancia y, sobre todo, el sueño americano.

Su legado es un recordatorio de cómo el ingenio, cuando se combina con la falta de escrúpulos, puede crear un impacto duradero.

Aunque Parker murió en Sing Sing en 1936, su figura perdura en la cultura popular, no sólo por la audacia de sus acciones sino por el mérito de acuñar una frase incrustada en el vocabulario estadounidense: la expresión «vender el Puente de Brooklyn» se ha convertido en sinónimo de caer en una estafa tan absurda que resulta casi cómica. El engaño de Parker era tan descarado que, con el tiempo, «comprar el Puente de Brooklyn» ha pasado a representar cualquier situación en la que alguien ha sido tan ingenuo como para tragarse la mentira más increíble.

En otras palabras, si alguien «te vendió el Puente de Brooklyn», enhorabuena: oficialmente te han tomado el pelo.


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Fuentes consultadas

Forbes España – “George C. Parker, el estafador que vendió la Estatua de la Libertad, el Met o el Puente de Brooklyn (una y otra vez)”

La Vanguardia – “Tengo un puente que venderte: el estafador que sacó al mercado los monumentos de Nueva York”

Onda Cero – “Territorio Negro: los estafadores que hicieron historia”


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EL AUTOR

Fernando Muñiz

Escritor, profesor, traductor, divulgador, conferenciante, corrector, periodista, editor.

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