Corría el mes de abril de 1991, una época en la que la televisión aún ostentaba ese halo de credibilidad incuestionable. Los espectadores catalanes, cómodamente asentados en sus sofás, sintonizaban TVE Catalunya para disfrutar de su programación habitual. Sin embargo, aquella noche, el programa ‘Camaleó‘ decidió que la realidad era demasiado aburrida y optó por darle un giro inesperado a la velada televisiva.
El Noticiario del Pánico
Todo comenzó como cualquier noche normal de sofá y cena rápida. El programa ‘Camaleó’, del que pocos recuerdan otra cosa que este desliz colosal, se interrumpió para dar paso a un supuesto boletín especial de ‘L’informatiu’. El presentador, un joven Pitu Abril, serio y agarrotado como registrador de la propiedad, soltó que en Moscú acababan de matar a Gorbachov y que un golpe militar se había apoderado del Kremlin.
La puesta en escena fue tan minuciosa como retorcida: conexiones en directo —una falsa desde Moscú, otra auténtica desde Nueva York—, imágenes robadas de agencias internacionales y un canal inventado llamado CNM, que imitaba a la CNN con descaro. Tanques por las calles, alarmismo institucional, un portavoz de la Casa Blanca balbuceando datos, y media Cataluña a punto del síncope.
Los espectadores: de crédulos a furiosos en 28 minutos
Durante más de veinte minutos, el respetable público catalán se tragó el espectáculo con una mezcla de estupor, pavor y esa típica angustia de quien se entera de que mañana puede no haber cole. Sólo al final, con una tipografía pequeña y un timing calculado con crueldad matemática, apareció el mensaje:
“Aquest informatiu ha estat una ficció televisiva”.
Explosión. Teléfonos echando humo. Quejas, insultos, amenazas. La audiencia pasó del susto a la ira sin pasar por la casilla del escepticismo. Porque si algo tiene la televisión, incluso hoy, es esa capacidad mágica de convertir lo inverosímil en creíble con solo cambiar el semblante de los presentadores y la música de fondo.
Consecuencias: cuando la broma se convierte en expediente disciplinario
En TVE Catalunya no sabían si pedir perdón o montar una rueda de prensa con fuegos artificiales. Enric Sopena, director del centro territorial, pidió disculpas, prometió consecuencias y cumplió su promesa. El sacrificio vino en forma de cese: Joan Ramón Mainat, director de programación, fue apartado de su cargo con una rapidez que ya la querría uno para las citas del médico.
El escándalo traspasó la barrera regional y acabó siendo noticia nacional. Las columnas de opinión se llenaron de indignación mesurada y frases como “ética informativa” y “límites de la ficción”, mientras medio país descubría, atónito, que la televisión podía mentir con total convicción.
Joan Ramón Mainat
No fue el primero… ni el último
El género del falso documental tiene una lista de antepasados más rica y superpoblada que el árbol genealógico de los Borbones. Orson Welles ya había sembrado el caos en 1938 con su emisión radiofónica de La guerra de los mundos, donde unos marcianos más convincentes que los de Spielberg pusieron patas arriba a una Norteamérica aún sin televisión, pero con mucha imaginación.
Pero Welles no fue ni mucho menos el primero; el 16 de enero de 1926, el sacerdote católico Ronald Knox emitió en la BBC una parodia radiofónica sobre una ficticia revolución anarquista en Londres, provocando el caos. Miles de británicos, al no advertir el tono burlesco ni la introducción ficticia, creyeron real la destrucción del Big Ben o el saqueo de la National Gallery. La avalancha de llamadas y el pánico colectivo forzaron a la BBC y al gobierno a pedir disculpas públicas al día siguiente. Pueden leer nuestro artículo sobre la falsa revolución comunista de Gran Bretaña aquí.
En España, también se han hecho experimentos con gaseosa y sin. En los años noventa, ‘Páginas ocultas de la historia’ en TVE presentó delirios históricos con tal solemnidad que muchos espectadores creyeron que Goya tenía una hermana gemela pintora y que Lope de Vega escribía a cuatro manos.
Pero fue Jordi Évole, ya en pleno 2014, quien llevó el arte del mockumentary al clímax con ‘Operación Palace’, una fabulosa teoría conspiranoica en forma de documental que sugería que el 23-F fue una performance consensuada. Los platós ardieron. Twitter explotó. Y medio país se volvió a preguntar: ¿Esto es verdad o me lo estoy creyendo demasiado?
La televisión como diosa traviesa
Lo sucedido con Camaleóno fue sólo una travesura creativa. Fue un espejo incómodo del poder hipnótico de la tele. Ese mismo artefacto que en los ochenta enseñaba a conjugar verbos con Barrio Sésamo, en los noventa podía hacerte creer que se había terminado la Guerra Fría a cañonazo limpio y en horario de máxima audiencia.
La televisión, ese camaleón, se permite mutar entre lo informativo y lo lúdico sin previo aviso. Pero jugar con el miedo colectivo, aunque sea desde el arte o la sátira, no sale gratis. Aquel experimento de 1991 dejó una cicatriz en la memoria audiovisual catalana, y aunque algunos lo aplaudieron como vanguardia narrativa, la mayoría lo archivó como “la noche que casi me tragué la Tercera Guerra Mundial con una rebanada de pa amb tomàquet”.
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