Si hablamos de castigos extravagantes del medievo, el Fuero General de Navarra se sacó de la manga una pena que ni Kafka habría osado imaginar: si alguien tenía la brillante idea de robar un carnero con cencerro, debía prepararse para una sesión de gastronomía penitenciaria. No hablamos de rancho carcelario: hablamos de tragarse literalmente una campanilla rellena de excremento humano. Con cucharón jurídico y testigos honorables.
Este castigo, fino y delicado como un pisapapeles de plomo, no fue una ocurrencia de un legislador socarrón, sino un artículo legal con todas las letras recogido con gran solemnidad en el capítulo XVI del Título VII del Libro V del Fuero General. Y es que, al parecer, lo importante no era tanto el carnero, sino el cencerro. Porque ese tintineo metálico representaba propiedad, orden y control. Robarlo era una ofensa sonora y simbólica. Y como tal, merecía su correspondiente respuesta.
Entre dedazos y digestiones: cómo se impartía justicia
El protocolo judicial no escatimaba en barroquismo escatológico. Primero, el ladrón debía meter dos dedos en el cencerro hasta donde le alcanzaran. Si cabían más de lo que el funcionario judicial consideraba decente, se procedía a seccionárselos sin contemplaciones, al más puro estilo “bricolaje punitivo”. Alternativamente, y aquí empieza la fiesta, el juez rellenaba dicho cencerro con excremento de hombre, que debía llegar “rasa”, como quien sirve lentejas en plato llano. Acto seguido, el delincuente estaba obligado a “implirla”, es decir, metérsela en la boca y tragar.
Que no se diga que en la Edad Media no se sabía montar un buen espectáculo. Nada de grilletes ni cárceles modernas: aquí se educaba con una mezcla explosiva de vergüenza pública, daño físico y náusea colectiva. Casi se podía oír al pueblo murmurando con cierto regocijo: “Para que aprenda”.
¿Pena ejemplar o performance jurídica?
Desde la lógica medieval, el castigo no era sólo un escarmiento. Era un relato. Un teatrillo macabro con moraleja incorporada. El cuerpo del delincuente se convertía en tablón de anuncios: “Aquí yace la deshonra”. ¿Robas un carnero con cencerro? Pues vas a hacer gárgaras con la compostera del pueblo. Justicia y pedagogía, todo en uno.
Y sí, había alternativas más limpias: pagar una multa, devolver el carnero con intereses (ovinos incluidos), o, con suerte, una buena reprimenda. Pero la pena escatológica tenía ese je ne sais quoi que dejaba huella. Y también olor.
La reacción de los juristas modernos: mezcla de náusea y fascinación
En el siglo XIX, los juristas Amalio Marichalar y Cayetano Manrique no pudieron evitar una media sonrisa al comentar la norma. Para ellos, era una prueba de la “originalidad” penal del medievo. Vamos, que hasta los abogados decimonónicos veían en ella un exceso creativo.
José María Iribarren, por su parte, en pleno siglo XX, no dudó en señalar con cierta ternura que estos fueros estaban llenos de “gracia ingenua”. Lo de obligar a tragar heces humanas por robar un animal le parecía incluso pintoresco.
Los juristas modernos, aunque horrorizados por la falta de proporcionalidad, reconocen que esta era una forma de castigo altamente simbólica. Una liturgia del escarmiento donde cada paso tenía un porqué, aunque fuera un porqué repugnante.
Fuero General de Navarra
Navarra: tierra de fueros, carneros y castigos peculiares
El Fuero General de Navarra no es, ni mucho menos, un caso aislado de surrealismo legal. Es solo una joya más en una corona jurídica que, por momentos, parece escrita por un dramaturgo con afición a lo grotesco. Existen penas que obligaban a pagar con ganado preñado o a desfilar por el pueblo con objetos vergonzantes colgando de la cintura. Todo un despliegue de sanciones donde la creatividad compensaba la ausencia de celdas modernas.
Y aunque hoy cueste creerlo, estas leyes formaban parte de una identidad colectiva. Navarra no sólo era tierra de montañas y pacharán, sino de fueros que mezclaban justicia con espectáculo. Lo cual, se mire por donde se mire, es bastante más entretenido que cualquier procedimiento actual por hurto leve.
El valor simbólico del cencerro y la mierda
No hay que perder de vista que el cencerro era más que un accesorio agrícola. Era el DNI sonoro del carnero, su sello de pertenencia. Hurtarlo era como falsificar un pasaporte. Y la mierda, omnipresente y democrática, se convertía en el símbolo último del castigo terrenal. Nadie está por encima del estiércol.
La humillación pública no era un efecto colateral. Era el objetivo. Y por ello, el ladrón no sólo pagaba con su dignidad, sino que se convertía en leyenda.
No hay mejor medida disuasoria que saber que, si robas un carnero, te recordarán por generaciones como “el del cencerro lleno”, y cada vez que pases por la aldea, las viejas cuchichearán, los niños señalarán y los perros ladrarán como si olieran algo más que tu vergüenza.
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