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El Club de los No Muy Buenos: la élite del desastre

Corría el año 1976 y un caballero británico llamado Stephen Pile decidió fundar una institución que pasaría a la posteridad por todo lo contrario a lo que uno esperaría de una institución respetable: The Not Terribly Good Club of Great Britain, algo así como el Club de los No Muy Buenos. O, si se prefiere una traducción más honesta y menos diplomática, el club de los inútiles con talento.

El talento de fracasar a lo grande

No se trataba de un club para fracasados, ni siquiera de aficionados al fracaso, ni de una asociación de personas con baja autoestima. No. Era algo mucho más sofisticado, deliciosamente absurdo y paradójicamente admirable: un espacio reservado para aquellos que no sólo fracasaban, sino que lo hacían de manera épica, memorable y documentable. Para ingresar, no bastaba con ser mediocre. La mediocridad es vulgar. Había que ser un virtuoso de la ineptitud, alguien capaz de redefinir y sublimar lo que significa “hacerlo mal”.

Los aspirantes al club debían cumplir con dos condiciones: la primera, demostrar un nivel de incompetencia tan elevado que provocase asombro en los demás; la segunda, asistir religiosamente a las reuniones del club, donde se celebraban estas gloriosas torpezas a través de demostraciones en vivo. Imaginen el espectáculo: adultos serios intentando pintar bodegones que parecían dibujados por un pulpo con Parkinson, cantantes que hacían llorar al público… y no de emoción precisamente, magos a los que se les escapaban los conejos y faquires que se auto infligían quemaduras de tercer grado.

De la anécdota al best-seller: “El libro de los fallos heroicos”

Tres años más tarde, en 1979, Pile —que ya empezaba a perfilarse como un auténtico genio del fracaso exitoso— recopiló las mejores historias del club en un volumen titulado, con gran tino, “El libro de los fallos heroicos” (The Book of Heroic Failures). Lo que contenía era oro puro para los amantes del surrealismo cotidiano: relatos de fallos tan estrambóticos que uno se preguntaba si no serían inventados… hasta que, con un poco de investigación, se descubría que no sólo eran reales, sino que sus protagonistas estaban orgullosos de ellos.

The Not Terribly Good Club of Great Britain
El libro de The Not Terribly Good Club of Great Britain

Entre las joyas del libro, destacan casos como:

El encargado de mudanzas que embala al gato

Un transportista británico, meticuloso hasta la obsesión, se encargó de embalar todo lo que encontró en una casa para una mudanza internacional… incluyendo sin darse cuenta al gato de la familia, que apareció dos semanas después en Australia, vivo pero con una expresión de terror existencial que le acompañó el resto de su vida. El animal pasó la aduana sin papeles, lo cual es, paradójicamente, el mayor logro de esa mudanza.

El imitador de Elvis que fue arrestado por “arriming onionette

Un participante de un concurso de imitadores de Elvis Presley en Birmingham fue arrestado durante su actuación. ¿Por qué? Su intento de reproducir un “baile pélvico” terminó con un roce accidental en la entrepierna de un policía fuera de servicio que, indignado, lo denunció por conducta lasciva. El imitador defendió su actuación como «homenaje coreografiado al Rey», pero el jurado no cayó rendido ante los hipnóticos vaivenes de sus caderas y fue condenado.

El arquitecto que olvidó poner puertas

Un nuevo y esperado centro cívico en Sheffield fue inaugurado con bombo, platillo y cintas protocolarias. Sólo había un pequeño problema: no tenía puertas de entrada. Literalmente. Las olvidaron en el diseño original. El arquitecto alegó que eran “accesos implícitos” para fomentar la apertura institucional, signifique lo que signifique eso. Durante tres semanas se accedió al edificio a través de una ventana.

El piloto que se perdió en un aeropuerto

Un instructor de vuelo experimentado se extravió durante una prueba rutinaria de aterrizaje… en el propio aeropuerto del que acababa de despegar. Dio cinco vueltas sobre la torre de control, envió mensajes en código Morse y aterrizó en una pista cerrada por reformas, provocando un considerable caos aéreo. En su defensa alegó: “Era un ejercicio de navegación intuitiva”.

El operador de emergencias que no sabía marcar el teléfono

En Escocia, un operador novato del servicio de emergencias fue suspendido tras fallar reiteradamente al marcar el 9 en su propio teclado para reenviar llamadas urgentes. Al parecer, su teclado estaba configurado en modo numérico inverso (sí, eso existe, no olviden que estamos en Gran Bretaña), y él se empeñaba en pulsar donde no debía.

El bombero que quemó la estación de bomberos

En una ciudad inglesa cuyo nombre no desveló Pile, un bombero en prácticas decidió hacer una demostración de uso de extintores en el patio de la estación. Lo que no comprobó fue que los extintores estaban vacíos porque se usaban solo para prácticas… El fuego se propagó a una pila de material inflamable y la estación acabó pasto de las llamas. Tuvieron que venir bomberos desde otra estación para apagar el incendio.

El ladrón acorazado: imaginería medieval al servicio del delito torpe

Hay quienes se preparan con sigilo y astucia para cometer un robo. Luego estaba el sujeto que decidió entrar a robar en una casa con una armadura de metal, convencido de que así los perros no podrían morderle. La lógica, si es que existió, fue la siguiente: si los perros muerden y el metal no se muerde, entonces yo soy invulnerable. En su cabeza era espectacular.

El problema es que no era un caballero del siglo XIII, sino un ladrón del siglo XX metido en un ruidoso amasijo de chatarra. Cada paso que daba sonaba como una orquesta de sartenes cayendo por una escalera. Más que ladrón, se convirtió en una alarma portátil.

Los perros, según consta en el informe policial, no sabían si atacarle o huir corriendo de ese extraño ser. Al final optaron por seguirle a corta distancia, como quien observa un desfile de Carnaval sin acabar de comprender el asunto.

Fue detenido en la verja, atorado entre dos barrotes, con el yelmo torcido y la visera empañada de sudor. Tuvieron que venir los bomberos con una sierra radial para liberarlo. Alegó que su armadura era “un prototipo experimental”, y pidió que le dejaran llevársela para hacer ajustes. La policía, por lo que sea, no accedió.

El ministro de cultura que firmó con una X

En uno de los gobiernos más surrealistas de Gales, el recién nombrado Ministro de Cultura local, en su primer acto oficial, firmó el documento inaugural con una “X”. Ante el asombro general, dijo que lo hacía “por costumbre”. Más tarde se supo que no sabía escribir su nombre completo, lo que en cierta manera justifica su elección para un cargo cultural.

El atleta que cruzó la meta… en dirección contraria

Durante una maratón en Dorset, un corredor amateur despistado tomó un desvío erróneo y corrió tres kilómetros en dirección opuesta al recorrido oficial. Al llegar al punto de salida, creyó haber batido un récord mundial. Celebró su hazaña solo, con una toalla y un plátano, mientras el resto seguía corriendo por donde tocaba.

El crucigrama más lento del mundo

No cabe duda que resolver crucigramas es una afición noble. Estimula el vocabulario, ejercita la memoria y, en algunos casos, pone a prueba la paciencia del ejecutante. Tal es el caso del hombre que tardó 34 años en completar un crucigrama de periódico, estableciendo un récord que ni un monje copista medieval sería capaz de batir.

El pasatiempo en cuestión fue publicado en 1944. El buen hombre lo empezó esa misma semana y, como quien va racionando el placer, lo fue resolviendo “cuando le venía bien”. El problema es que el ritmo que eligió era más o menos una palabra cada 11 meses. La estrategia consistía en esperar a que las palabras se le aparecieran en sueños o durante largos viajes en autobús.

En 1978, una tarde de inspiración cósmica, colocó la última letra y, emocionado, envió su solución por correo al diario original, que ya había cerrado su sección de pasatiempos.

Le respondieron con una carta redactada a base de admiración y confusión: “Ha batido usted un récord. No sabemos muy bien de qué, pero lo ha hecho”. Para entonces, el crucigrama original había amarilleado hasta volverse papel de estraza. A día de hoy, sigue siendo un ejemplo de perseverancia desmedida o de procrastinación hecha arte.

El mecánico que reparó un coche… y lo dejó sin frenos

Un mecánico con años de experiencia reparó el coche de un cliente que se quejaba de ruidos en el motor. Diagnóstico: ajuste de válvulas. Reparación: impecable. Consecuencia: olvidó reconectar el sistema de frenos. El cliente se dio cuenta cuando intentó aparcar en cuesta y acabó empotrado en una carnicería.

El peor turista del mundo

Hay turistas despistados, turistas mal orientados y luego está el individuo que pasó dos días en Nueva York convencido de que estaba en Roma. Ni el Empire State, ni los taxis amarillos, ni la ausencia total de ruinas clásicas lograron despertar en él la más mínima sospecha de que quizás no estaba donde creía.

Se desconoce su nombre, probablemente porque la familia exigió un cambio de identidad tras el bochorno internacional. Lo cierto es que este caballero aterrizó en JFK creyendo que pisaba Fiumicino, y se lanzó a recorrer la Gran Manzana en busca de la Fontana di Trevi.

Durante 48 horas, preguntó a los lugareños por restaurantes de pasta “auténtica romana” y cuando contempló la Estatua de la Libertad, según consta, le pareció “una versión femenina de Julio César”, lo cual sugiere una flexibilidad histórica digna de encomio.

Finalmente, todo se destapó cuando intentó pagar un billete de metro con liras. Un vigilante, entre perplejo y compasivo, le explicó que se encontraba a unos 7000 kilómetros del Coliseo. El turista, lejos de amilanarse, replicó: “Ah, por eso no encontraba la Via Appia”. Y se quedó tan ancho.

El bibliotecario que prohibió los libros prestados

En una biblioteca experimental en Londres, el nuevo bibliotecario propuso un sistema innovador: los libros no podían sacarse del edificio, ni siquiera en préstamo. Su razonamiento: “Para evitar pérdidas”. El resultado: los usuarios dejaron de ir. Cuando fue despedido, alegó que era víctima de un complot de “lectores desagradecidos”.

El éxito, ese enemigo natural del fracaso

El libro, contra todo pronóstico —o quizás precisamente por ello—, se convirtió en un éxito editorial sin precedentes. En tan solo dos meses, el club recibió más de 20.000 solicitudes de ingreso, y la obra de Pile se coló en las listas de best-sellers del Reino Unido. La ironía, esa gran dramaturga de la vida, hizo entonces su jugada maestra: Stephen Pile fue expulsado de su propio club.

¿El motivo? Había demostrado ser demasiado bueno en algo: escribir. Y escribir, para más inri, sobre cómo ser rematadamente malo.

El club, fiel a su espíritu, se disolvió por exceso de éxito. Un final digno de comedia agridulce de los Hermanos Coen, o de una tragedia griega invertida.

Un homenaje a la imperfección bien llevada

Stephen Pile no solo celebró el fracaso, sino que lo desmitificó y dignificó. En una época obsesionada con la productividad, el rendimiento y los logros, su club ofrecía un refugio para todos aquellos que, por naturaleza o accidente, no destacaban más que en hacerlo todo mal… pero con arte.

De hecho, Pile fue un pionero involuntario del culto contemporáneo al «fracaso como aprendizaje», aunque él lo proponía sin coaching motivacional, ni tarjeta de crédito, ni frases de Paulo Coelho.

Lo suyo era más bien un brindis cómico por la imperfección humana. Así, sin moralejas,


Productos recomendados para ampliar información acerca del The Not Terribly Good Club of Great Britain

Fuentes consultadas sobre The Not Terribly Good Club of Great Britain

Wikipedia BBC Helendipity


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EL AUTOR

Fernando Muñiz

Escritor, profesor, traductor, divulgador, conferenciante, corrector, periodista, editor.

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