En 1817, una misteriosa mujer apareció en Bristol hablando un idioma incomprensible, vestida con un atuendo que mezclaba turbante y pobreza, y llevando encima poco más que una pastilla de jabón y monedas falsas.
La historia que siguió fue una de las farsas más fascinantes del siglo XIX, protagonizada por Mary Willcocks, una joven humilde que convenció a la aristocracia británica de que era una princesa de un reino lejano.
Una entrada digna de novela
Esta aventura comenzó una tarde de Jueves Santo cuando Mary, vestida de negro y con un chal a modo de turbante, fue encontrada vagando cerca de Bristol. Su aspecto limpio y manos cuidadas generaron confusión entre los locales, quienes intentaron comunicarse con ella sin éxito.
Su «lenguaje», compuesto por sonidos incomprensibles, dejó perplejos a todos. En una época en la que los extranjeros eran vistos con recelo –recordemos que Europa apenas salía de las guerras napoleónicas–, Mary fue entregada al supervisor de los pobres (un funcionario de la época), quien también quedó desconcertado.
¿Una delincuente? La verdad, no lo parecía.
¿Una mendiga? Tampoco.
En aquella Inglaterra postnapoleónica, las apariencias eran cruciales, y el aspecto peculiar de Mary jugaba a su favor. Su destino, sin embargo, tomó un giro inesperado cuando fue llevada a casa de Samuel Worrall, magistrado del condado, conocido por su interés en lo exótico y lo fuera de lo común.
Aquí comenzó la verdadera magia.

La señora Worrall, fascinada por aquella extraña visitante, vio en ella algo especial.
Su interés aumentó cuando Mary se emocionó al ver una piña en la decoración de la casa y exclamó «¡ananas!». En el siglo XIX, la piña no solo simbolizaba un lujo inalcanzable para la mayoría, sino también tierras exóticas y misteriosas. En realidad, el uso del término «ananas» –empleado en varios idiomas europeos para referirse a esta fruta– era un guiño a una erudición inesperada en alguien con un pasado humilde.
Pero la fascinación no se detuvo ahí. Mary desplegaba un conjunto de comportamientos excéntricos que solo avivaban la curiosidad: gestos solemnes, posturas inusuales y rezos en un idioma inventado.
Todo ello encajaba perfectamente con la moda orientalista que conquistaba Europa en esa época, con obras de Lord Byron y otros autores que idealizaban lo lejano y lo desconocido.
Con su extraña invitada, la casa de los Worrall se convirtió rápidamente en el epicentro de la intriga local, atrayendo a curiosos que querían presenciar de primera mano el enigma que era la «princesa».
Princesa Caraboo: una identidad exótica hecha a medida
Con el tiempo, Mary construyó su narrativa, una verdadera obra maestra del ingenio. Con la ayuda de un marinero portugués, Manuel Eynesso, que supuestamente entendía su idioma, declaró ser la princesa Caraboo de Javasu, una isla ficticia del Océano Índico.
La historia era digna de un romance de aventuras: había sido secuestrada por piratas, escapado heroicamente de sus captores y llegado nadando hasta las costas inglesas.
Este relato, una mezcla de heroísmo y misterio, encajaba perfectamente con la fascinación de la época por lo exótico y lo desconocido.
La aristocracia de Bristol, ávida de entretenimiento y exotismo, cayó rendida ante ella. En una sociedad donde las apariencias y las historias exóticas eran moneda de cambio social, Mary se presentó como la encarnación de los sueños y fantasías orientalistas.
Su «lenguaje inventado» –una mezcla de sonidos y palabras improvisadas– era tan convincente que pocos se atrevían a dudar de su autenticidad. Además, desarrolló una escritura peculiar que trazaba de derecha a izquierda, con símbolos que, si bien eran fruto de su imaginación, parecían extraídos de un alfabeto real.
La princesa Caraboo fascina a la alta sociedad
Sus costumbres también jugaban un papel crucial en su farsa. Dormía en el suelo, rezaba a una deidad desconocida en Europa y practicaba tiro con arco, actividades que reforzaban su aire de nobleza foránea. En una ocasión, incluso caminó descalza por los tejados mientras recitaba oraciones incomprensibles, lo que alimentó la curiosidad y el asombro de quienes la observaban. Estos detalles no solo mantenían viva su narrativa, sino que también cautivaban a una sociedad deseosa de escapar, al menos momentáneamente, de las tensiones de la vida cotidiana.
La ciencia tampoco se quedó al margen. Un médico local, el doctor Wilkinson, examinó unas cicatrices en su cabeza y las certificó como «pruebas» de complejas intervenciones quirúrgicas orientales. Estas afirmaciones pseudocientíficas no solo reforzaron la credibilidad de Mary, sino que también demostraron cómo el deseo colectivo de creer podía nublar el juicio de incluso los más instruidos.
¡La ciencia al servicio de la fantasía!

El impacto de su personaje traspasó las fronteras de Bristol. La fama de la princesa Caraboo se extendió rápidamente gracias a los relatos que circularon entre los curiosos y los periódicos de la época.
Multitud de curiosos se desplazaban desde otras ciudades para conocer a esta misteriosa figura que, con una mezcla de carisma, creatividad y oportunismo, había transformado una vida de penurias en un cuento de hadas viviente.
La alta sociedad al servicio del engaño
Durante semanas, la casa de los Worrall se convirtió en el epicentro de un insólito espectáculo que mezclaba curiosidad y vanidad. La alta sociedad de Bristol, siempre deseosa de algo que rompiera la monotonía de los tés y reuniones, hizo de aquella misteriosa princesa su tema favorito de conversación y su entretenimiento principal.
Con su supuesto origen exótico y su carácter enigmático, Caraboo se convirtió en el acontecimiento social del momento. Los bailes en su honor se sucedieron, con damas y caballeros ansiosos por impresionarla.
La prensa, siempre al acecho de historias cautivadoras, también se sumó al fervor. Los periódicos comenzaron a publicar relatos adornados sobre la princesa Caraboo, destacando detalles de su vestimenta, sus hábitos y su lenguaje incomprensible. Este interés mediático no solo reforzó su estatus.
En un gesto en el que se entrelazaba erudición y escepticismo, fue enviada a Oxford para analizar su «lenguaje». Sin embargo, los expertos en lenguas y simbolismo devolvieron un dictamen lapidario:
«Patrañas«.
Pero, para sorpresa de todos, este veredicto fue completamente ignorado.
La necesidad de creer en su autenticidad superó cualquier evidencia contraria. Al fin y al cabo, no era una época en la que la verificación de hechos estuviera al alcance de todos, y la idea de tener a una princesa exótica paseándose por los salones de Bristol resultaba demasiado fascinante como para cuestionarla. De hecho, su presencia se convirtió en una suerte de pasaporte social: conocer a Caraboo era un signo de distinción, una experiencia que los anfitriones podían presumir ante sus círculos.
Realidad arruina buen cuento
La farsa se desmoronó de la manera más mundana posible: una dueña de pensión de Bristol reconoció a Mary en uno de los grabados que había comenzado a circular en los periódicos. No era la princesa Caraboo de la exótica isla de Javasu; era Mary Willcocks, la hija de un humilde zapatero de Witheridge, Devon. Los detalles que tanto habían fascinado a la aristocracia local eran fruto de una elaborada mezcla de ingenio y necesidad: su idioma, una combinación de romaní, palabras inventadas y una dosis generosa de expresión teatral; su escritura, inspirada en los caracteres hebreos que había visto mientras trabajaba para una familia judía; y sus cicatrices, no signos místicos de intervenciones orientales, sino marcas de brutales tratamientos médicos que había sufrido en hospitales para pobres.

Cuando Mary confesó toda la verdad, el escándalo podía haber sido mayúsculo. Sin embargo, lejos de enfrentar una condena severa, la sociedad que había caído bajo su hechizo optó por una salida sorprendentemente benévola.
Los Worrall financiaron su partida hacia América con un billete a Filadelfia, posiblemente más por vergüenza propia que por compasión hacia ella y, de paso, facturar el motivo de su bochorno lo más lejos posible. Allí, en tierras estadounidenses, Mary capitalizó su breve fama actuando en teatros como la princesa Caraboo, un rol que había perfeccionado durante su estadía en Bristol.
Pero el interés del público no tardó en desvanecerse, y con él su éxito escénico.
La princesa Caraboo regresa a Bristol
Con el tiempo, Mary regresó a Inglaterra y se estableció en Bristol, donde llevó una vida mucho más discreta, aunque no exenta de peculiaridades. Se casó con un comerciante llamado Robert Baker, con quien tuvo una hija, y se dedicó a un negocio curioso pero lucrativo para la época: la venta de sanguijuelas medicinales al hospital local. Esta ocupación, por extraña que pueda parecer hoy, era entonces un elemento esencial de la práctica médica. Su vida terminó en la Navidad de 1864, a los 75 años, dejando un legado peculiar y una historia que aún hoy fascina a los historiadores.
Más allá de su caída, lo que resulta más interesante es la manera en que la sociedad del siglo XIX prefirió recordar su aventura. Mary Willcocks, una mujer humilde, hija de un zapatero sin perspectivas, había logrado reinventarse por completo, dejando una huella imborrable en la memoria colectiva.
Su historia no es solo una celebración del poder del ingenio y la imaginación, sino también un testimonio de cómo las sociedades, a menudo, prefieren las historias atractivas a las verdades incómodas.
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Fuentes consultadas
Vanity Fair España – https://www.revistavanityfair.es/sociedad/articulos/la-historia-de-la-princesa-caraboo-o-como-dos-paises-se-dejaron-enganar-por-una-estafadora/42481
The History Press – https://thehistorypress.co.uk/article/the-mysterious-princess-caraboo
Asymptote Journal – https://www.asymptotejournal.com/special-feature/princess-caraboo-of-javasu-charlotte-van-den-broeck
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EL AUTOR
Fernando Muñiz
Escritor, profesor, traductor, divulgador, conferenciante, corrector, periodista, editor.

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