Corría el año 2001 y la televisión británica vivía su particular fiebre del oro gracias a un programa que prometía cambiar la vida de cualquiera con conocimientos generales y nervios de acero. Who Wants to Be a Millionaire?, versión anglosajona del célebre ¿Quién quiere ser millonario?, repartía cheques con muchos ceros y, de paso, regalaba momentazos de tensión televisiva.
Entre preguntas de cultura pop, historia universal y arte barroco se coló un personaje que cambiaría el curso del programa y lo convertiría en historia televisiva. Y también judicial.
Charles Ingram se llama nuestro protagonista, y su alias bien podría haber sido el coronel estafador, el estratega del catarro, o simplemente el que se quiso pasar de listo en prime time. Porque lo que parecía una jornada más en el plató se convirtió, con el tiempo, en un espectáculo digno de novela de Agatha Christie hasta las cejas de Red Bull.
Vaya por delante que Charles Ingram no era un concursante cualquiera. No era un desempleado en busca de un salvavidas económico, tampoco alguien hambriento de fama ni un friki de los concursos televisivos. No. Era coronel del ejército británico, condecorado, casado y con una vida aparentemente tan recta y ordenada como una fila de sillas en un funeral alemán.
Lo curioso es que su presencia en el programa venía precedida de un circunstancia ya de por sí poco usual: su mujer, Diana Ingram, ya había participado y ganado 32.000 libras. Su cuñado, Adrian Pollock, también había concursado. Una familia aficionada a los platós, parece ser.
Pero vamos al turrón.
Charles, sin embargo, no parecía destinado al éxito. Durante las primeras preguntas, fue deambulando entre respuestas erráticas, dudas existenciales y razonamientos tan aleatorios que hicieron pensar que no pasaría de la tercera pregunta.
Pero, oh sorpresa, de pronto el coronel comenzó a acertar con una puntería quirúrgica. Pasó de balbucear dudas como si le preguntaran la capital de Venus, a resolver complejas preguntas sobre Shakespeare, química y política internacional como si las hubiera escrito él mismo la noche anterior. ¿Milagro? ¿Epifanía? ¿Intervención divina? No exactamente.
Orquesta del tosido, sinfonía del fraude
Aquí es donde la historia se transforma en una tragicomedia británica con toques Monty Python. Porque mientras Charles hablaba en voz alta, como si pensara en alto las posibles respuestas, alguien en el público tosía.
Cada vez que el coronel meditaba en voz alta y mencionaba la respuesta correcta entre sus dudas, una tos resonaba como una campana de confirmación. Y no una, ni dos, sino muchas veces. El origen de esa melodía bronquial: Tecwen Whittock, un supuesto profesor universitario que estaba entre los concursantes de reserva aquella noche y, por obra y gracia del destino, fue colocado justo en el lugar desde donde su tos se podía oír perfectamente.
El sistema era simple: Charles verbalizaba opciones (“Podría ser el abedul, tal vez el roble de los pantanos, quizás el sauce llorón, o…”), y en cuanto nombraba la respuesta correcta, una tos contundente, seca y reveladora estallaba desde el fondo del estudio. Así, fue avanzando, a trancas y barrancas pero sin fallar respuesta, hasta la última pregunta, donde, como era de esperar, acertó.
Resultado: ¡1 millón de libras!
Aplausos, confeti, abrazos, música épica, público en pie. Todo parecía en orden. Pero en los pasillos del estudio, la euforia no era compartida por todos. Los técnicos empezaron a revisar las grabaciones. Algo no cuadraba. Y tras varios visionados, análisis forenses de audio, repeticiones y más tos que en un hospital griposo, llegó la verdad: Charles no ganó el millón; lo tosieron por él.
El juicio a Charles Ingram: del plató al estrado
El escándalo estalló. El programa retuvo el dinero y el caso se trasladó a los tribunales. En 2003, el trío formado por Charles, su esposa Diana y el tosedor estrella Tecwen Whittock, se enfrentaron a la justicia británica en un juicio que duró un mes y que mantuvo a la prensa británica pegada al juzgado como un gato a una estufa en enero.
El veredicto fue claro: culpables de conspiración para cometer fraude. Se les impuso una multa de 15.000 libras a cada uno y una sentencia de 18 meses de prisión suspendida. No pisaron la cárcel, pero su reputación quedó tocada.
Durante el juicio, Charles defendió su inocencia con un estoicismo que rozaba lo cómico. Alegó que no había oído ninguna tos y que su forma de pensar en voz alta era natural. Whittock, por su parte, declaró que sufría de alergias, un argumento que, por lo que sea, no convenció al jurado.
El legado de la tos millonaria
Años después, esta historia sigue fascinando a los británicos, que ven en el caso de Charles Ingram un cóctel tragicómico de su propia cultura: reglas estrictas, una pizca de pillería, y devoción nacional por los concursos televisivos.
La historia inspiró un documental, Millionaire: The Final Answer, una obra de teatro (Quiz, escrita por James Graham), y una serie de televisión homónima emitida por ITV en 2020. La dramatización, cargada de ritmo, sátira y su algo de compasión, logró incluso que algunos espectadores reconsideraran su juicio y pensaran: “¿Y si el pobre Charles fue víctima de una conspiración?”
Además, como buena sitcom británica, la historia tiene epílogo: Charles y Diana Ingram han reaparecido ocasionalmente en reality shows (incluso en Gran Hermano), se han convertido en personajes de culto, y su vida post-fraude es una mezcla de curiosidad mediática y anécdota de sobremesa transformándose en una especie de celebridades de segunda, pero celebridades al fin y al cabo.
Y si alguna enseñanza podemos sacar de esta truculenta historia es que hacer trampa no siempre garantiza el éxito, pero puede asegurar un hueco en la memoria colectiva. O al menos, una entrada en Wikipedia, varias adaptaciones teatrales, un sinfín de memes y cierto flujo de ingresos gracias a inaugurar discotecas de pueblo, hacer un cameo en una serie de media tarde, opinar de cualquier tema en tertulias, y todas esas cosas que se supone que hacen los ex concursantes televisivos, esos personajes que no necesitan talento, solo pantalla.
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