Hay engaños que rozan el arte. Estafas que, más allá del delito, merecen un aplauso entre risas ahogadas por la inverosimilitud. Y luego, dos o tres escalones más arriba, está George Psalmanazar, el hombre que, con sus rasgos occidentales, vendió la patraña de ser un nativo de Formosa —la actual Taiwán— en la Inglaterra del siglo XVIII.
Pero la cosa no quedó ahí, se sacó de la manga un idioma, una religión, costumbres sociales y hasta un sistema político. Todo inventado. Todo falso. Todo maravillosamente teatral.
Poco se sabe de su infancia, porque George Psalmanazar nunca fue George Psalmanazar. Según las fuentes más fiables —que, ironías del destino, no incluyen las suyas propias— nació alrededor de 1679 en el sur de Francia. Era un chaval rubio, pálido y probablemente criado en el seno de una familia profundamente católica. Pero el futuro le deparaba una carrera meteórica como impostor internacional.
El joven George poseía varios dones: una memoria privilegiada, facilidad para los idiomas y, sobre todo, una desvergüenza descomunal. En sus años mozos ya había recorrido media Europa haciéndose pasar por irlandés, armenio, japonés y cualquier nacionalidad que sonase lo bastante exótica como para despertar la curiosidad y el respeto colonial de los europeos.
Fue en algún momento de este vagabundeo cuando se le ocurrió el mayor golpe de su carrera: hacerse pasar por un formoseño. Que no es sino el gentilicio de los naturales de la isla de Formosa, como se conocía entonces a Taiwán.
Formosa, qué hermosa eres (supongo)
¿Dónde está el mérito? En que en 1703, cuando aterrizó en Londres, nadie en Inglaterra sabía absolutamente nada de Formosa. Cero. La ignorancia fue su mejor aliada. George aprovechó ese agujero negro en la cartografía británica para llenarlo con su propia mitología.
Se presentó como converso al cristianismo, antiguo pagano salvado por la providencia y víctima de una persecución brutal por parte de sus compatriotas. Afirmó que los formoseños eran caníbales, adoraban el sol, vivían en casas sin ventanas y tenían la sana costumbre de sacrificar 18.000 niños al año para apaciguar a sus dioses.
¿Y lo más surrealista? Que la alta sociedad inglesa le creyó. Con los ojos como platos y una taza de té en la mano, los académicos se lo tragaron todo.
El idioma formoseño: un diccionario salido de una siesta con fiebre
Pero George no se limitó a contar historias de fogata, anécdotas y aventurillas exóticas. No, no. Lo suyo era de Oscar. Redactó un libro entero: An Historical and Geographical Description of Formosa, publicado en 1704. En él incluyó una gramática completa de la lengua formoseña, que por supuesto se había inventado.
El idioma era una mezcla de caracteres al tuntún, con una estructura tan lógica como una tarta de pescado y alcachofas.
Verbigracia: frases como “Gennas he moy seselay” significaban, según él, «el Señor es bueno», aunque bien podría haber sido el nombre de una infusión mística vendida en un mercadillo de Bangladesh.
Lo más asombroso es que los lingüistas británicos de la época intentaron analizar esta “lengua” como si fuese un hallazgo revolucionario. Se publicaron disertaciones, se debatió en los salones, y algún erudito de peluca empolvada seguro que se jugó la reputación por defender su autenticidad.
George, el asiático más pálido de la historia
Aquí viene la parte más gloriosa de la historia. George Psalmanazar, ese “formoseño” de pura cepa, era un hombre de piel blanquísima, ojos claros y pelo rubio platino. Lo más cercano a Asia que había pisado era la sección de especias de algún mercado francés de provincias. Para justificar su apariencia tan poco oriental, alegó que los nobles de Formosa vivían bajo tierra y evitaban el sol para no oscurecerse la piel. Olé tú.
Sí, lo dijo. Y sí, también se lo creyeron. Porque cuando la ignorancia se junta con el exotismo, el disparate encuentra terreno fértil.
De orador estrella a personaje de salón
Durante un par de años, Psalmanazar fue una celebridad. Era invitado a dar conferencias, los clérigos lo apadrinaban, y su libro se vendía como churros. Era el orador estrella de la Royal Society, donde compartía podio con científicos de verdad.
A los ingleses les fascinaba. No solo por lo que decía, sino por lo que representaba: un trozo de mundo desconocido, una excusa perfecta para reafirmar su superioridad moral cristiana frente a aquellos “salvajes” que aún sacrificaban niños.
Era un circo intelectual, y George era el león amaestrado que hablaba latín.
La caída del mito
Pero claro, toda comedia tiene su epílogo, y este llegó cuando alguien hizo lo impensable: contrastar datos. Los misioneros que realmente habían estado en Asia empezaron a fruncir el ceño. Las inconsistencias empezaron a ser tantas que su castillo de naipes empezó a peligrar.
Su historia empezó a desmoronarse. No había pruebas de la religión solar, ni de los sacrificios masivos, ni del idioma en cuestión. Formosa existía, sí, pero no como George la había descrito. Era como si alguien dijera que en Suecia viven dragones y los domingos alternos se baila la conga en honor a Odín.
Entonces vino otro golpe de genio, la retirada estratégica. Psalmanazar admitió que todo había sido un fraude. Escribió unas memorias en las que explicaba el proceso creativo detrás del embuste y, con una mezcla de arrepentimiento y narcisismo, narró su transformación de charlatán profesional a eremita arrepentido.
El ocaso del impostor y la redención final
Durante sus últimos años de vida, George vivió en Londres como un erudito discreto. Se dedicó a la teología, la traducción de textos religiosos y a comer pan con humildad. No volvió a fingir otra identidad, ni intentó resucitar la leyenda formoseña. Incluso fue lo bastante elegante como para no delatar a quienes le habían ayudado en el fraude o creído con entusiasmo: ni una palabra de reproche, ni un «os lo tenéis merecido».
Murió en 1763 y, curiosamente, su entierro fue bastante concurrido. A pesar de haber sido uno de los mayores farsantes de su época, lo recordaban con cierta ternura.
Tal vez porque cuando te engañan con tanto estilo duele menos.
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