Gilipollas; Necio o estúpido. Aplicado a persona, usado también como sustantivo.
Diccionario de la RAE
La lengua española, con su riqueza y matices, nos regala palabras tan únicas y contundentes que merecen por sí mismas un artículo para investigar su origen.
Entre ellas, una joya indiscutible del castellano es «gilipollas». Un insulto que, aunque pueda parecer vulgar, guarda una historia más interesante y enredada de lo que uno podría imaginar. Así que, si alguna vez se han preguntado de dónde viene esta palabra, prepárense, porque el viaje promete ser tan enrevesado como ameno.
Una palabra con clase (o al menos, con historia)
Empecemos por lo evidente: «gilipollas» es un término despectivo que se utiliza en España para describir a alguien que actúa de manera estúpida, ingenua o irritante.
El equivalente a, cojan aire, imbécil, tonto, subnormal, anormal, bobo, memo, deficiente, retrasado, estúpido, simple, cretino, inculto, ignorante, cateto, torpe, zopenco, mentecato, majadero, engreído, presuntuoso, petulante, fantasma, y alguna más que seguramente nos dejamos. Pero con su dosis extra de contundencia ibérica.
En otras palabras, es el «clásico» insulto de sobremesa, de esos que los españoles usamos con tanta naturalidad que podría ser confundido con una expresión cariñosa en ciertos contextos.
Sin embargo, lo que lo hace especial no es su uso, sino su etimología.
¿De dónde demonios sale?
La teoría de los nombres propios: Gil y sus pollas
Para desentrañar este misterio, nos remontamos a los nombres propios. En España, «Gil» era un nombre bastante común en épocas pasadas, derivado del latín Aegidius.
Lo de Gil está más o menos claro pero la parte más intrigante del asunto son las «pollas».
Si bien hoy esta palabra tiene una connotación obscena, en el contexto original bien podría haber significado «niñas» o «jóvenes ingenuas».
Así, según algunas fuentes, el «gilipollas» primigenio habría sido un tal Gil Imón, un personaje histórico que, al parecer, era conocido por su sobreprotección hacia sus hijas.
Gil Imón, un funcionario de alto rango en la Villa y Corte del Siglo de Oro, se destacaba por su obsesiva preocupación por la pureza y el comportamiento de sus hijas. Este hombre, de carácter algo ingenuo y extremadamente conservador, se habría ganado la fama de ser un padre excesivamente controlador, acompañando a sus hijas a todos lados para evitar que fueran «corrompidas» por el mundo exterior.
En algunos relatos, se describe a Gil Imón como un hombre que actuaba con torpeza y ridiculez en sus esfuerzos por mantener a sus hijas alejadas de cualquier situación comprometida. Las «pollas», como se refería de forma coloquial a las jóvenes de la época, eran vistas como el centro de su vida y su mayor preocupación. Esta actitud excesivamente protectora, sin embargo, lo convertía en el blanco de las burlas de su círculo social. La gente comenzó a referirse a él de manera sarcástica como «el de las pollas», y con el tiempo, la expresión derivó hacia una burla más genérica.
La evolución del insulto fue un proceso natural: «alguien como Gil y sus pollas» se transformó en «gilipollas», un término que encapsula tanto la ingenuidad extrema como la torpeza social de manera perfecta. Gil Imón quedó inmortalizado, aunque de manera poco halagüeña, en el lenguaje coloquial español como un símbolo de excesiva ingenuidad y ridiculez.
La teoría del gitanismo
Otra teoría menos conocida pero igualmente pintoresca sitúa el origen de gilipollas en el caló, la lengua del pueblo gitano en España. Según esta hipótesis, el término podría derivar de la combinación de jili (que en caló significa «tonto» o «ingenuo») y pollas, añadido luego por los hablantes del castellano como coletilla vulgar, muy al gusto hispánico. Así, jilipollas o gilipollas sería una mezcla híbrida: mitad caló, mitad español castizo, y completamente insultante. Esta fusión refleja la riqueza lingüística de la Península Ibérica, donde las lenguas minoritarias han dejado su huella, aunque sea para llamar a alguien bobo. Aunque esta versión es menos respaldada que la historia de Gil Imón, tiene cierto encanto marginal y es otra muestra de cómo los insultos también son fruto del mestizaje cultural.
«Gilipollas» en la literatura
El término gilipollas ha logrado colarse con desparpajo en la literatura española, especialmente a partir del siglo XX, cuando la censura empezó a relajar sus garras.
Autores como Camilo José Cela lo incluyeron sin tapujos en sus obras, como en La familia de Pascual Duarte, donde la crudeza del lenguaje reflejaba la brutalidad de la vida.
Más adelante, escritores como Eduardo Mendoza o Juan Marsé lo usaron con fines cómicos o satíricos, haciendo del insulto una herramienta narrativa para retratar personajes patéticos, torpes o simplemente insoportables.
En la literatura contemporánea, gilipollas aparece ya sin escándalo, como parte del lenguaje coloquial y realista, útil para dotar de autenticidad a los diálogos.
Lejos de ser un simple exabrupto, su presencia en los libros revela cómo la literatura recoge la lengua viva, sin filtros, y a veces con toda su mala leche.
«Gilipollas» en el cine
En el cine español, gilipollas ha sido y es un clásico del repertorio lingüístico, especialmente en comedias y dramas costumbristas donde el lenguaje suena a calle.
Directores como Luis García Berlanga lo utilizaron con maestría para retratar la mezquindad o la estupidez de ciertos personajes, como ocurre en La escopeta nacional.
Más adelante, en el cine de los 80 y 90, películas como Amanece, que no es poco o Torrente lo elevaron a categoría de muletilla nacional, usado con descaro y gracia para subrayar la torpeza o la simpleza. Incluso en contextos dramáticos, la palabra aparece como válvula de escape emocional, cargada de rabia o desprecio.
El componente irónico del uso moderno
Hablemos ahora de ironía. Porque si algo hace especial a «gilipollas» es su versatilidad. Dependiendo del tono, puede pasar de ser un insulto grave a un cariño burlesco entre amigos. Imagina esta conversación típica:
Amigo 1: «¿Y si nos compramos un teléfono móvil entre todos?»
Amigo 2: «¡Tú eres gilipollas!»
En este caso, no hay animosidad real, sino una especie de cómplice exasperación. Es, en cierto modo, un cumplido disfrazado de ofensa. Porque, a veces, ser un poco «gilipollas» también puede ser entrañable.
Etimología, anécdotas, teorías
En definitiva, el origen exacto de gilipollas sigue envuelto en un delicioso manto de incertidumbre lingüística. Que si viene de Gil Imón y sus hijas, que si es una creación híbrida del caló, que si surgió como una burla cortesana… Las teorías abundan y cada una tiene su gracia.
Pero más allá de la etimología y la anécdota histórica, lo realmente fascinante es cómo esta palabra ha sido adoptada, mimada y reinventada por el habla cotidiana española. Gilipollas no es solo un insulto: es una institución cultural, una herramienta expresiva, un comodín emocional que sirve tanto para el enfado visceral como para la burla amistosa. Su versatilidad la ha hecho inmortal. Porque, al final, da igual de dónde venga… lo importante es lo bien que sienta decirla en el momento justo. Y eso, amigo lector, no lo puede explicar ningún diccionario.